He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Perdón

Volaban los susurros que arrullaban la noche, el viento húmedo caminaba entre las gotas de una lluvia letal. En aquella atmósfera la sobriedad parecía disolverse en el canto del aire, daba comienzo así las campanas que anunciaban el presagio. Entre algunos colores podía distinguir el alma joven nocturna de una sabiduría oscura, de esas que embarran sutilmente las explicaciones del tiempo. Se rompe el círculo para iniciar un nuevo ciclo, nadie nota el espiral que avanza frugal entre los escasos caminantes de los rincones de la explicación racional de una velada donde el espíritu domina. Así galopa entonces una existencia, que podría definir como efímera, quizá obsoleta. Sentado sobre la vereda de la desolación escucho como la vida me ofrece un testimonio repetido, intento en vano callar las voces que manipulan el monopolio de la atención en la realidad ordinaria a la que estoy amordazado. Intento también llegar más allá del acertijo que me contiene. No escatimo cigarrillos. Tampoco vino, para alcanzar la mirada de alguna esfera de lo infinito. En verdad somos menos de lo que imaginamos, pero en esa carencia de grandeza se nos permite contemplar lo infinito, que paradoja. Me inclino un poco más para entrar en la percepción de al parecer, una pequeña hormiga perdida en el rumbo, solitaria, quizá desesperada, y encuentro la similitud de la sensación que me sostiene en mi lucha, pues, se puede perder el rumbo pero la vida camina sobre el piso de lo incierto. Me levanto no sin la triste resignación de perder el apaciguamiento placentero y sumergirme en un sueño que se vuelve cárcel y poder. Cae la lluvia obstinada, como mi meta, sobre la capa que contiene dentro de sí a un cuerpo estrecho. Me obsesiona hallar lo desconocido y miro con temor las fantasmagóricas ilusiones que jamás aparecen. Ya he caminado mucho, en pocos años, avanzo y no dejo de preguntarme cuanto camino falta por recorrer, ya estoy cansado y ni siquiera he pasado el umbral de una adolescencia caótica. A menudo tengo el vago recuerdo de los caminos que he dejado atrás. Ya no existen posibilidades de desertar. Voy sin rumbo buscando una soledad fría, pero en mi interior, se queman los yermos del fuego de la compañía. Se abre una ventana que deja ver una luz tenue. En su interior, la realidad es harto distinta que aquí afuera. Puedo sentir el calor de aquél ambiente soplándome el rostro, y cierro los ojos y me pierdo en un lejano recuerdo.
Allí, en mi niñez, poca importancia tenía la muerte. Manejaba mi bicicleta con el desatino del aire infantil, por calles semidesiertas en donde los árboles vivían su lucha frente a las grises mareas de la civilización. No recuerdo con precisión cuanto había estado en movimiento, pero el cansancio comenzaba a ganarle a mis piernas. Era un día soleado, de esos que anteceden al abrumador calor del verano y rompen el velo fantasmal de la mirada sobre el cemento. Manejaba mirando todo a mí alrededor, con el peligro inminente de la falta de atención necesaria, pues, en la calle no se puede prescindir de cuidado. Era una pequeña colmena mis sentimientos, vertía la dulzura fresca de los ojos inocentes. Más no era costumbre en mi hogar llenar de calor y afecto al pequeño cuerpo que contenía mi anciana alma. La dureza de esta realidad no lograba romper la ilusión de encontrar el fraterno abrazo del fulgor maternal. No es tan fácil quitar las ilusiones a los niños. Si se puede en cambio, violar el deseo de cualquier infante, pero no con esto quitarle las ilusiones. Yo era uno de esos, a quién la vida desde el principio castiga con la falta terrible del amor. Amor que jamás apareció, pero esto no es el problema en sí, el verdadero inconveniente para nosotros se muestra a la hora de la medianoche, cuando no se consigue amarse a uno mismo. Me había detenido a saborear la miel de un helado a la sombra de un sauce, que como cortina me ocultaba con su copa que barría el piso. Al terminar el deleite, volví con la energía renovada a montar mi bicicleta. El calor era desértico. Comencé a tomar velocidad, tanta como podía conseguir. Debo reconocer que era bastante torpe al volante aún, y la dificultad de maniobrar a una elevada velocidad era el típico desatino que de niño me llevaba a los límites del riesgo. Conducía pegado al cordón de una angosta calle, tal como me habían enseñado mi hermano y un amigo de la infancia. Se acercaba una silueta a una distancia de unos cien metros, intrépido arremetí con velocidad, la curiosidad de conocer quién era aquella persona que caminaba en dirección a mí. En cuestión de segundos, lo tenía casi encima de mí, tan cerca que no conseguí la fuerza ni la destreza necesaria para tomar los frenos. El impacto fue doloroso. No tanto para mí, que choque contra el pecho de aquél joven hombre, sino más bien para sus rodillas que sintieron la dureza de los fierros de mi bicicleta. Cómo pude intenté levantarme, acostumbrado a los reproches de mis padres por mi falta de atención, mi primer acto fue agachar mi cabeza esperando un largo discurso y algunos insultos por mi idiotez. Con mirada bondadosa, el hombre me ayudó a incorporarme, la sorpresa que mis ojos mostraron al preguntarme aquél si me encontraba bien fue superior al olvido. Me tomó de las manos y procuró mirarme el rostro y el cuerpo para hallar señales de alguna herida.
-¿No está enojado conmigo? Pregunté.
-Desde luego que no. Pero ten cuidado mi amigo, podrías lastimarte la próxima vez.
Hay quienes dicen que no hay rencor que se apague en un segundo, y que el perdón es un camino que lleva tiempo y amor, pues aquella tarde, aquél hombre me enseñó y marcó un camino que caminaría toda mi vida y que jamás olvidaría, en cuestión de unos pocos segundos me reveló que el camino del perdón no es tan difícil de hallar, no lo es, cuando nace del corazón.

G. F. Degraaff