He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Los últimos

Recuerdo la noche más fría que pueda imaginar. Para lamento mío fui parte de ella. Sobre un extenso montículo donde nuestra base tenía lugar. Recuerdo sobre todo el brillo de los disparos. Pensaba que eran estrellas, cuando al mirar hacia el cielo, la lluvia de resplandores cegaba mis ojos. Aturdido por la atmósfera, recorría ciento ochenta grados con mi batería el inmenso horizonte que me miraba de frente. A mis costados cientos de jóvenes cumplíamos la misma función. La misma misión. Disparabamos sin tregua por convicciones que no eran nuestras. Por una idea que no nos correspondía.
Muchos recién egresábamos de la escuela secundaria. Teníamos una vida casi entera por vivir, ideas que conocer, y reflexiones que hacer. Todo era secundario, nada de eso existía en nuestro mundo, que ensordecido se debatía entre la vida y la muerte. Recuerdo ese amanecer donde las órdenes eran claras, retroceder unos quinientos metros. Vi pasar muchos rostros manchados, no recuerdo bien si era lodo o sangre, habían de los dos. Pero la sensación de miedo y terror era la misma en cada una de aquellas caras. Todos regresaban y pasaban a tu lado sin mirarte siquiera. Algunos se detenían, maldecían y quedaban postrados en la cercanía, con sus ojos mirando el infinito. Cuando volví en mí, muchos habían dejado de disparar. Pues, éramos la única batería en el frente. Había desaparecido todo signo de vida mas allá de los seis soldados que cargábamos, preparábamos y disparábamos la batería. Eramos la última en el frente. El enemigo avanzaba si piedad con sus fusiles y con nosotros. El primero en caer fue Tomás. Había ido en busca de ayuda a las puertas del cielo. Eso creímos todos. Algunos preparaban el café de la mañana. Otros comían pasas de uva. Ninguno dudaba la inminencia. Todos sabían que iban a morir. Cuando el sol comenzaba a asomarse sin tregua, podíamos divisar la líneas enemigas que se acercaban en el vastedad del horizonte. Un soldado se hizo presente, esquivando las explosiones de sus pasos.
-¡Teniente! gritó.
-Digame soladado, ¿qué hace aquí?.
-¡Soy cocinero! exclamó el soldado, casi inaudible.
-¡Ah! ¡Perfecto! ¡justo lo que necesitábamos! Y el teniente siguió gritando órdenes a su tropa.
-¡Teniente! volvió a rugir el soldado.
-¡¿Qué quieres? Respondió este sin ruido.
-¡Todos vamos a morir! gritó el soldado.
-¡Si no quieres hacerlo vete de aquí pronto!.
-¡No quiero morir así!.
-¡Vete entonces te digo!.
-¡No quiero morir sin disparar un tiro! ¡Déjeme disparar uno al menos!. El teniente lo miró fijo. Sin palabras le cedió el comando de la batería al ver menguada la fuerza y claridad de sus hombres. El soldado disparaba, cómo esos animales a quienes la libertad los atropella, a quienes saben que el mundo está allí por ultima vez, y la sangre pide el paso a la cabeza para empujar la misión de la vida. Cuando la batería fue cargada por segunda vez, sólo quedaban el soldado y el teniente. Algunos disparos, y la batería se traba. Por el calor, una grieta impedía el disparo. En un segundo reconoció el teniente a su ángel. Quien había llegado hasta allí. Quien no rendiría jamás la última pieza, y quizá el último disparo. La pieza de artillería jamás se rindió. Sólo dejó de funcionar. El coraje de tal acción quedaría perpetuo en el corazón del teniente. Quien exhibiría la bandera, en el museo de Córdoba del grupo de artillería de aerotransportado 4 (GAEROT 4), con que fue cubierta cuando por fuerza debieron guardar la pieza y regresar al continente.
G. F. Degraaff
(A mi padre)