He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Silencio

Maravillado por el suburbio, el esplendor paterno logra soltar el asa ineludible de la libertad. Siempre codiciando el regreso de las probabilidades de tapar el mar bajo el remo. Se procede no sin miedo, nadie siembra una flor para arrancarla. Pero no son propias las manos que separan los trozos del panegírico. Con cautela pero intrépidos, firman leyes de conveniencia social en ambos lados del camino. Una sufre, la otra argumenta sin esconder la sonrisa, que el cielo hoy brilla más.
De a ratos la ley se quebranta en los arrabales. El juego resulta así prohibído por ascetas del pasado. Con batalla en varios frentes, pocos ejércitos ganaron una guerra.
Cuando me disponía a avanzar por las oscuras calles del humo, regresaban fugaz, incoherentes, las voces del temor de mis ancestros. Debido en parte a la irrisoria información. Debido en parte a la congestión de datos. Miré por un hoyo en la cercanía de una fábrica cuyo tizne me recordaba el color de una vieja remera. Nada de rubíes, ni esmeraldas. Las placas brillantes de dos autoritarios personajes contrastaban como aquél agujero frío en la noche cálida. En el lacónico período de ceguera me embistieron como almas asustadas aquellos rostros que figuraban en la penumbra, y antes de poder hablar estaba condenado a mirar unos ladrillos húmedos. Las manos que presionaban la espalda eran mías. Las manos que sujetaban mis manos no lo eran.
-¡Quédate quieto! Fue lo primero que escuché, inundado el ambiente de ruidos mecánicos.
-¿Qué sucede? Pregunté aún extasiado.
-¡Pedazo de mierda, quédate quieto! Sentí dos golpes a la altura de los pulmones. Me hicieron crispar. Con tal violencia reían mientras revisaban mis bolsillos fugazmente. La noche comenzaba a volverse fría. El ruido de las maquinarias del otro lado de la pared zumbaba en mis oídos como testigos ciegos. La fuerza me mantenía atado contra el muro, mientras decenas de golpes llovían a mi espalda. Mientras era examinado completamente por esas sucias manos policiales. En ningún momento me permitieron dar vuelta. Sonreían, me insultaban, sentí escupir en mi cabeza, me golpeaban con tal fiereza que podría haberse desgarrado mi piel con el soplo de una brisa nocturna. Al cabo de unos instantes, miraba el piso. En posición fetal, amortiguaba golpes que quitaban el aliento. Creo recordar absolutamente todos los detalles de las cuatro botas que expectoraban golpes sobre mi hígado. Recordé en un segundo la totalidad de vida, me hallé oliendo las rosas de mi jardín, me miré corriendo para saltar sobre las bolsas de paja del campo de mi padre. Miles de momentos brotaron frente a mis ojos, que buscaban volver a ver el pavimento. Cuando conseguí enfocar aquellos ladrillos húmedos de la pared, volví a respirar. Luego de la injustificada golpiza, intenté levantarme no sin esfuerzo. Mientras sacudía mi ropa, me limpiaba la sangre, e intentaba adormecer los dolores de mi cuerpo, recordé el frasco de pastillas que traía conmigo en uno de mis bolsillos. Este ya no estaba. Lo habían llevado. Con pedirlo, se los hubiera dado.

G. F. Degraaff