He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Relato de quien ha partido a tiempo

Después de todo era un día normal. Mi cuerpo yacía en la cama inmóvil, ajeno al mundo. No eran más de las siete, como de costumbre amanecía temprano, calentaba mi café y desayunaba sentado frente al gran ventanal que daba a la parte trasera de mi jardín. Mientras desayunaba, escuchaba los informes matinales en la radio, a veces me disponía a leer el periódico, y otras tantas bebía mi café en silencio. Era hermoso escuchar el silencio matutino, las aves con sus cantos me envolvían en armonías esperanzadas, me enseñaban a cantar, la brisa traía consigo miles de secretos, hasta el rocío parecía querer hablarme palabras inaudibles, como gestos invisibles para aquellas mentes ocupadas en la rutinaria contienda social.
Miraba la cama y no podía dejar de mirarme, miles de preguntas aun no habían sido respondidas. En el aire el estupor era fuerte, espeso, pero esto no me molestaba. La habitación parecía haberse encogido, las paredes formaban un cubo por el que trepaba y daba vueltas sostenido por una de mis manos.
Otra vez la cafetera comenzaba a silbar, ese silbido anunciaba el hervor del agua, anunciaba el fin del fuego y volvía a tomar mi lugar frente al ventanal, me sentaba y observaba mi jardín nuevamente, esperando encontrar algún detalle que hubiera pasado por alto. La caldera, apagada, embarraba el ambiente con un fuerte olor a cenizas de leña y carbón. Me dispuse a encenderla, pero todos mis intentos fueron en vano, y me miraba, y me observaba nuevamente en la cama sin poder moverme. El vaho en la habitación era evidente, aunque no lo veía sabía que estaba presente debido al frío en el interior de la casa; esto no era ningún inconveniente para mí, no sufría del frío y mis abrigos no eran muchos. Me pasaba todo el día mirando por el ventanal, tomando café y comiendo algunas galletas húmedas que nunca se terminaban. Cierta noche en que el sueño se hizo presente, cerré mis ojos y me pareció encontrarme en un sueño, seguramente un recuerdo. Yo estaba en él mucho antes de acostarme en mi cama a intentar dormir. Caminaba sobre un frío camino, traspasaba el interior del bosque caminando con una gran hacha en una de mis manos, luego veía un gran árbol con la copa sobre el suelo nevado, y me disponía a talarlo para conseguir leña. Mi trabajo se vio interrumpido de manera violenta, pues dos grandes lobos me acechaban de cerca, me olían, ellos no sabían que yo me percataba de su presencia, disimulaba. Seguí trozando el tronco que yacía sobre el suelo, esperando un milagro que hiciera despertar la compasión de aquellos lobos. Iluso de mi parte; al acercarse uno de ellos a unos metros de mí, preparado para atacarme, solté un gran golpe con mi hacha, acertando justo sobre la frente del canino. Este cayó de inmediato. Lamentablemente no hice a tiempo de tomar mi hacha nuevamente cuando comencé a defenderme del segundo animal, quien dio un salto atacándome sobre el cuello; mis defensas físicas se vieron superadas por la destreza y la fuerza de mi agresor, y como pude tomé mi cuchillo de una de mis botas y lo incrusté en sus costillas.
El camino de vuelta a casa fue de lo más difícil, con una gran herida en el cuello y grandes pérdidas de sangre, sabia que debía llegar lo antes posible. Sin hacha ni leña, tambaleando, usando los árboles como sustento y el piso de apoyo.
Al llegar vendé mi cuello, y me acosté sobre la cama. Me sentía débil, había perdido mucha sangre y enseguida quedé postrado inmóvil sobre la cama. Al levantar mi vista mi cuerpo seguía inmóvil, sin señales de reacción, con una venda en el cuello y los ojos bien cerrados.
Al terminar mi taza de café, volví a mirar por el ventanal. Había salido el sol y la nieve de alrededor convertido en agua. Las flores impregnaban el aroma del aire, el bosque simulaba ser inofensivo, entonces decidí salir a dar un paseo. Mientras tomaba altura y me elevaba tan alto como las montañas me observaba desde el lado inverso del ventanal, acostado sobre la cama, inmóvil. Yacía hace unas semanas.


G. F. Degraaff

La convicción de un Dios

“…Quiero atravesar la puerta de tu alma, y conocer tus secretos más intensos. Quebrar el silencio de nuestra existencia, absorber tu vida en la mía. Quiero el trofeo único de tus ojos, ser tu razón mas pura. Quiero quitar de tu vida a quien intenta quitarme la mía, y comprender los motivos de tu sonrisa, que perturba a mi corazón con miedos.
Respirar el mismo aire y compartir los mismos sueños, ser el canal por donde abras las puertas de lo desconocido y volverme cielo para ti, mi estrella. Intento mirar a través de las penumbras que nos separan, mas las nubes que nos ciegan no pueden ser abatidas. Yo estiro y alcanzo la mitad del recorrido, tú debes hacer lo mismo para mirarme y sentir lo mismo. Después de todo quizá sea el Diablo quien nos reúna, pero que mas da… él sabe que mi alma es tuya…”

Con estas líneas se separó de su vida. Dejó el continente en busca del antídoto contra una extraña enfermedad del alma. Recorrió las tierras lejanas de sus orígenes, hizo el camino de los guerreros para alcanzar la sabiduría de los magos y nunca supo como quitar de su mente las horribles figuras que embestían su corazón. Esperanzado por encontrar la magia que lo librara de su hechizo conoció las puertas del otro mundo.
Vivió la suerte del profeta, vivió el encanto de los símbolos, vivió como el agua exenta de la forma, pero no logró construir su propio imperio. Siempre culpó a los hombres de su desgracia. A todas las cualidades humanas de las que él mismo era víctima. Luchó contra la hechicería del heredero de la sangre y consiguió lo que los dioses anhelan.
Cada paso, el resplandor de una fotografía que se hacía mas vieja, que se borraba como la arena, que desaparecía como el viento, lo acompañaba como amuleto.
Extrañaba su tierra, más bien extrañaba a su amada, quien era la reina de un reino sin rey. Quien miraba su cara en un espejo y cerraba sus ojos. Quien poseía la fuerza de los hombres y el orgullo de los ignorantes. Quien volaba siempre en su dimensión oculta y escondía los secretos de una pluma gastada con la cual escribía su historia.
En tierras desconocidas un sabio le contó su vida… era el cruel reflejo de su propia historia. Era el umbral que no se animaba a atravesar. Este extraño anciano le facilitó las piedras del olvido, las que le habrían de hacer olvidar todo aquello por lo que había vivido. Lo llevarían a la amnesia sin fin. Le otorgarían la fuerza de los felices del infierno.
Día y noche cargó con semejante poder en su espalda, esperando el momento de usarlo. Fogata tras fogata, sus noches se volvieron una larga suplica a las fuerzas omniscientes del cosmos. Meditaciones llevadas al vacío no pudieron lo que las piedras hubiesen logrado. Día y noche ya, su ruego era mas solemne, no lograba contener el aliento. Cierta noche detuvo su andanza y juntó las suficientes ramas para una gran fogata. Una vez encendido, el fuego era una cruel invitación al sueño eterno, a la amnesia, o quizá desaparición de la mente. Estaba sentado de piernas cruzadas y entre los sonidos nocturnos escuchó el grito lejano de la tentación de poder. Comprendía bien que el poder lo anhelaban los débiles.
Sacó las piedras de la bolsa que la contenían y las miró, casi contemplándolas, las miró. Sus recuerdos emergieron en su rescate. Lo tomaron por debajo de los brazos y alzaron en su vuelo al cuerpo estrecho, desvanecido, que contenía semejante poder. La lucha desigual la forjó la fuerza del destino. No pudo hacer nada. Y explotó. Ni Dios supo por qué. Quizá cansado de andar y mirar que nada podía hacerse por ese pedazo de vida, con el afán de sentirse orgullosamente honrado de la intensidad que había logrado. Miró a un costado y supo ser feliz, sin preocuparse por aquel destino.
Aquel guerrero recordó que no había nunca usado las piedras de poder que los sabios le habían otorgado. Se alzó a si mismo y continuó buscando el sueño por el que había llegado hasta allí. Débil, muy débil siguió su camino, disuadiendo al oscuro poder del olvido, hendiendo las grietas que surgen en cada camino, esos que llevan a lo mismo, miró las estrellas y recordó porque estaba vivo.



G. F. Degraaff

Pinceladas de oscuridad

Las voces rechinan un suplicio casi infantil, el viento frío, húmedo, sopla meciendo la copa del viejo árbol del jardín, a pesar de ello la tranquilidad hendiendo la atmósfera de lo mundano apacigua el canto de las aves que se posan sobre sus ramas.
Camino a la puerta trasera de la casa se forman hileras de hojas que caen sobre el rocío de la noche, todo es tan sutil, nada parece mutar, solo el tiempo quien perturba con su incesante movimiento y lleva el ritmo de mil cascabeles, logra disuadir el mecer del viejo árbol.
El artista entonces, toma su pincel y se alza en un vuelo innato, como el colibrí, se mantiene suspendido sobre las nubes de aire y contempla el hermoso valle de flores a su alrededor, mas no hay flores para este artista, su visión se encuentra obstruida de la realidad ajena, sus manos llevan la impronta del sacrilegio humano y gira alrededor de sosegadas angustias que reaparecen con las ventosas noches del otoño.
El pueblo lo desconoce, sus amigos fueron desde siempre las tristes vacilaciones de su vida, su arte, silencioso y volátil, parece haber sido creado por lágrimas de colores que buscan lo inalcanzable. En las noches, donde encuentra su anhelada tranquilidad, despliega sus sentimientos mas profundos, se sienta frente a su viejo árbol y destella pinceladas con aromas de antaño; es realmente hermoso y digno de una fiel observación en sus movimientos, aquel artista en su máxima expresión refleja, siempre acompañado de la oscuridad que lo rodea y abraza su velo, el solemne espíritu de la fantasía, de lo ilusorio, de la magia que brota desde aquel despertar de emociones que solo el artista muy bien conoce.
El amanecer lo entristece. El cándido rayo de luz ámbar que nace desde oriente desvirtúa su arte, lo llena de nostalgia y lo hunde en lo profundo de su océano. Con la luz comienza la labor diaria, los ruidos de la contienda social lo enmudece con su necedad, y su semblante, por las noches sublime, parece expiar con las horas del sol.
El artista duerme entonces. Cierra sus ojos y galopa por donde quizá sea su irredento paisaje, donde su mocedad intrépida encuentre su gaya ciencia, donde este huraño diurno acompañe con todos sus sentidos el camino de su existencia, a la búsqueda de sí mismo, que obviamente se encuentra más allá de lo interpretable.
El crepúsculo lo inmerge en su armadura, este guerrero del cenit regresa nuevamente a la oscuridad de la noche, aquella que lo enciende y abraza con su cálido aroma, vuelve a tomar su pincel, toma su lugar habitual y tras sus lágrimas comienza a plasmar sobre la tela de su atril las sombras que lo atormentan. Una vez más cubre su rostro de inocencia y tiene el poder de tomar los colores sobre la palma de su mano, de manearlos lejos de la superficialidad. Este convicto pasajero de la tristeza, que parece resucitar con cada trazo mira su pincel, su atril, su alrededor y no logra evitar que las lágrimas escapen de sus ojos y eleve su vista al cielo, tratando de olvidar todo aquello que ha aprendido, frente a su viejo árbol, comenzando cada noche a soñar.


G. F. Degraaff