He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

En la mitad

Abarco las formas inexploradas. Transmuto la piel cada día. Me subrayo para marcar mis propios límites, y salto la línea de la razón de nuevo. Quedo parado del otro lado y vuelvo a marcar una nueva línea. Para saltarla again. Miro y sigo mirando, sin intentar decir nada, guardando los secretos de mi mirada, porque cada uno está solo desde su percepción o desde su realidad. Moriremos solos, aunque no es lo mismo morir en soledad. Siempre me preguntan ¿Cómo lo haces?. Cuando miro no hay nadie, las voces han desaparecido. Me habían dicho que levante las piedras para que otros no tropiecen, pero, cómo aprenderán entonces esos que vienen, caminando, sin saber que en la vida quien no hace nada nunca se equivoca, y quien no se equivoca no aprende.
La rutina comenzaba a fatigar mis nervios, extenuado caí abatido con las alas fuera del sillón. Las hojas verdes me hablaban de una nueva primavera. El frío menguaba. El fuego comenzaba a ganar la batalla de los setecientos años. Tendría ahora mas trabajo que nunca. Tomé uno de los libros de Alsaem Ha Heesiem, unos de esos poetas antiguos que reverenciaban desde su época los beneficios del vino. Cabe aclarar su origen árabe. Como el mío. No podía negarme a continuar con las costubres de mi estirpe. Serví una copa de vino, joven, como la noche, que pedía permiso para asomarse por la ventana. Algunas horas pensando si los árboles nos odiarían ya. Estaban en su derecho. Los ojos pesaban cada minuto una tonelada mas. Me perdí sentado en mi particular mundo onírico.
Cuando desperté la soledad aparció nuevamente, a mi lado, aunque dormida. Salí corriendo y la dejé atras. Tenía un nuevo día por delante, sin la pesada carga de la vieja amargura. Escuché su suave voz, pero había desaparecido. Sentí sus manos, pero ya no estaba. Entonces seguí. Con un poco de melancolía y otro poco de resaca, caminé por veredas enmudecidas. ¡Pérfida! escuché decir, era mi voz. Las baldosas de aquel piso gris, llamaban. Me acosté y miles de piernas pisaron mi cuerpo. Debía recordar que estaba en la Tierra, podría irme peor la próxima vez. Algo de sangre llamó mi atención. Hacía mucho tiempo que no veía su color. Mas me sorprendió saber que era mía. ¿Sangre?, ¡Sangre!, me exilié pensando en ella. Vagué sin rumbo, con la clara sensación de estar vivo. Salté, corrí, un súbito viento me barrió. Caí de espaldas con una flor en mi mano. La ofrecí al cielo. Ya no quedan mujeres que valoren una flor, pensaba. Es por culpa de los hombres, desde luego. Yo sin saberlo deseaba esa coraza que evita oler una rosa. Seguía oliendo rosas por donde caminara. Un dolor inminente se acercaba desde la otra calle, con el aroma de los eucaliptos. Llegó y no pude evitarlo. Era la clara sensación de haber olvidado algo. ¡Claro! grité. había dejado mi soledad dormida, ahora no podía evitar recordar todas mis compañías, todos esos recuerdos. Cada uno reventaba mis pulmones. caminar era arduo entonces. Debía buscar mi soledad dormida. Y casi no alcanzaba a ver el siguiente paso. Un huracán violento tropezó conmigo y me impidió seguir avanzando.
Muerto quedé hace un tiempo, a mitad de camino, entre mi soledad y mis recuerdos.

G. F. Degraaff