He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

El viejo astro (dedicado a Damo Suzuki)

La tarde se asomaba lentamente desde el oeste y los pies cotidianos de una estampida de humanos barrían las hojas del otoño que se alejaba. Sentado en mi viejo banco solía posarme a mirar los ojos húmedos de los tristes que ambulaban sobre el pavimento. Pasaban horas hasta la penumbra de la noche. Pensaba en los intrincados cuentos Borgianos y concedía a la mente el placer de elucidar ciertos misterios fugaces. A veces leía el diario, otras mis propios relatos, los cuales me avergonzaban muchas veces. Sentía una infinita delectación sentado allí. Nadie por supuesto, solía acercarse a mirar desde mi perspectiva; aquel ángulo me cedía una imagen plena de la catedral, detrás, el sol menguaba su fulgor y aumentaba su tamaño al perderse lejos en el horizonte. Unos tres árboles con pocas hojas inspiraban la vista de aquel gran horizonte, y yo testigo, en silencio, sólo miraba. Pasaron cuatro años hasta que un caminante se acomodó a mi lado, vestía poco elegante, hedía fuertemente y su voz carraspeaba. Casi logré escuchar su canto. En palabras que iban y venían desde el alemán al inglés, del italiano al francés. Poseído cantaba. Con ojos cerrados y sublime el rostro erguido en dirección al sol. Intentaba entender lo que decía, mas no conseguía interpretar sus palabras. Entonaba bien sin música, la gente pasaba a su lado mas ninguna se detenía a escucharlo. Nadie siquiera lo miraba. Yo un poco avergonzado miraba a mi alrededor en busca de alguna mirada pasajera. Cuando por fin termino de cantar, me miró y sonrío. Su rostro joven, asiático, sonreía con luz propia. Sus ojos con un brillo peculiar me sorprendieron y hasta me extasiaron. Hablaba perfecto varios idiomas. Me explicó que había entonado una canción propia de su autoría, que estaba dedicada al sol. Esto me conmovió mucho. Conocía pocas personas o casi ninguna que sintieran aquel singular amor por el viejo astro de la vida. Supe enseguida que yo era una de ellas y que poco me había importado. Me desplomé sobre el descanso del banco, cambiamos una mirada casi infinita, llena de sentimientos, completa desde el alma. Se levantó suavemente y se retiró sin otro gesto que aquél profundo abrazo de su mirada.

G. F. Degraaff