He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

El designio del cielo

-Prefiero dormir un poco- Dijo Fiedrich antes de desaparecer a través de las antiguas armonías que brillaban en el torrente de una nube azul. Apareció de golpe, intentando mirar por detrás de las paredes negras de su alrededor, titilaban enfurecidas las luces noctámbulas de una imaginación que yacía inmóvil, oculta en un vacío, oscuro, frío. Mientras el bosque abría sus copas, derramados los ríos, giraban y resplandecían, igual las hojas del jardín de Fiedrich.
Como todos los días, el amo del cielo, el sol, corría por el domo, esquivando el algodón, que estaba por ser cosechado de la pequeña huerta de un jardín real, como el cielo, que obstinaba el pecho, volviendo a reclamar lo suyo.
Entrando en la habitación contigua a la de nuestro soñador, había un mueble, esplendoroso, saludaba amistosamente, la llegada de una nueva luz. La cama invitaba, mejor dicho, ostentaba o quizás persuadía su visita. Habló: dijo que la llegada de la nueva luz no le había permitido dormir, que si prefería, podríamos dormir juntos. Le respondí, que venía de un largo viaje, que debía continuar en él, y me creyó, tranquila, que volvería eternamente a ella. Atravesé el pasillo, saltando tan lejos como podían mis piernas, por encima de blancos picos nevados, y entré por el techo en la habitación de Fiedrich. El mismo sol, que reinaba la dimensión de un tiempo que no se parece al nuestro, asomabase por la cerradura sin llave, (porque la llevaba en su cuello), y se miraba al espejo, narcisismo, arrogancia, detrás de otra puerta.
En la cama, la suave respiración de Fiedrich, que obligaba el sueño, parecía el roce de nubes, cumulares. Debajo de su cama el rojo oro nibelungo, erigía el descanso, varios metros del piso de la delgada habitación, suspendiendo todo, incluso el tiempo.
El amo le habló a Fiedrich al oído, le contó con una sola palabra el verdadero fin del hombre, una palabra que solo recordaría una vez, que nunca mas encontraría significado a ella, que llenó de armonía y paz a Fiedrich, que lo alzó, volátil hasta las estrellas de colores de su apaciguado sueño, que le dio la espada y la pluma, e iluminó las sombras de los vértices del alma. Una palabra inerte pero llena de vida, hasta su asonancia, aquella palabra era perfecta. No existía Dios, que no la conociera, sus letras eran una simple ecuación de entre todas las letras, encerrada por el círculo de la existencia, resonaba en los sentidos. Más antigua que la escritura, tal como clasifican los musulmanes al Corán. Era la palabra, escrita en cada uno de los corazones humanos, esa que tan distante se encuentra, perdida en el mundo interior. Inútil sería la comparación, no podría con precisión ser comparada con ninguna inmortalidad.
Al despertar, Fiedrich, recordó con alegría la palabra divina, con cada letra se regocijaba hasta la plenitud, daba vueltas una y otra vez, su sonrisa, dibujada, olvidada, destellaba su pasión, su amor, infinitos, como el torrente de combinaciones musicales posibles. Alcanzó a ver el porvenir humano, y calló, nadie ha de saber el motivo. Había visto el futuro de la humanidad, quizá horrorizado, quizá estupefacto, infinitas posibilidades de una conjetura abstracta.
Sentía las manos del mismo Buda, estaba completo, era un círculo. Las palabras sirven para clasificar los estados del alma, pero, como saber si el sentimiento de alegría, por ejemplo, es lo mismo en todos y cada uno. El fuego de una palabra divina sin explicación, había tocado el corazón de Fiedrich. No existe palabra, ni ideal, que pueda acercarnos a este sentimiento.
Caminó el aire, el agua, lejos de su habitación, cerca de su alma, se internó días en su imaginación, en su respiración, no pensaba en nada, sólo en la nada, intentando sólo recordar la vieja palabra que una luz le había procurado. Días, noches, Dioses, clamaba con todas sus fuerzas, gemía por dentro la agonía, se deshacía en los colores, se torturaba en los recónditos templos. El Sol en un día nublado, se hizo presente solo a su mirada, débil, como empujada a la soledad, le dijo: Esa palabra que buscas amigo mío, ¡ay! ¡Esa ha desaparecido!, era solo tuya y ahora es del cielo, no bajes la guardia, es parecida al oro que escondes bajo tu cama, consumirá tus días, consumirá tu vida, verás girar relojes de arena y creerás que el tiempo traerá su suerte contigo, ¡ay! Olvídala, piérdela, amigo mío, tienes la esencia de los Dioses en tu recuerdo, y nada ha de ser olvidado en tu alma, olvida ya tu razón, no te pertenece, nada te pertenece, en tus sentidos está la clave, en tu instinto está la llave, nadie conocerá esa palabra mas que tú aunque no la recuerdes, es la ofrenda que te ha sido designada del cielo, es solo tuya y no lo es, que mas da, olvídala ya, nadie ha de olvidarse de ti, vivir en el recuerdo acaso, ¿no es vivir? La vida no solo es esto que tocamos, no es solo esto que imaginamos, buscar fuera del mundo nos pierde, si no vemos el mundo adentro primero. En ese instante, Fiedrich, se confundió entre los rayos del Sol, solo sus huellas habían quedado de él, solo su recuerdo. Tal vez fugó a otro mundo, ¿pero a cual de todos? Solo había quedado su cuerpo postrado en la lejanía de su habitación, y también, de su alma.

G .F. Degraaff