He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Menta

Suspiraban mientras roídos por dentro alcanzaban algunos estigmas a frenarse antes de culminar en sangre. Caía boca abajo, abierto el pecho con la filosa daga de piedra que labraba meses antes de su trágico deceso. El horizonte fatigado miraba sus ojos que por última vez veían el brillo del cenit y se perdían en una lejana sensación de placentera disociación del cuerpo. Había decidido arrancarse los lazos que la ataban a la realidad, habíase ido para volver jamás. De todas formas creo que nunca fue consciente de lo que hacía, actuaba de acuerdo a su naturaleza y eso le costó la poca sobriedad que tenía. Fue de esta manera que quiso conocer las puertas que abren lo desconocido, así, sin escudos y jugando el brillo de su alma antes de convertirse en una gota absorbida por el enorme mar, dueño de la muerte.
Para no atiborrar la historia dejaré de lado los inconvenientes que produjeron una ruptura total en nuestras vidas y me centraré en principio al descubrimiento que luego de varios años llegué a comprender con un poco más de claridad y me permitió encontrar una manera de utilizar los presagios que llegaban a mí a través de ciertos aromas. Siempre lamentamos no poseer aquello que necesitamos cuando realmente hace falta, pero nunca consideramos que esa falta pueda resultar la evidencia de nuestros propios límites y el espejo de nuestras propias luchas.
Ahora, habíase ido la sombra por la fantasía etérea de la subjetiva felicidad que me envolvía y a traición volvía desde las tinieblas para crear el calabozo de una nueva perdición. El aire enrarecido culminaba con el olor a verano, a ese verano de ambiente falaz que crea una dispersión en la mente. Había conocido a la mujer que podía volverme más loco de lo que acostumbraba a estar, con ella el precipicio del tiempo parecía extenderse y nunca tocaba el suelo en la caída, que en estos días de ausencia no puedo evitar sentir; ella detenía mi silencio y rompía mis palabras, me clavaba en la cruz para llorarme desde abajo. Ella era la misma que años atrás había conseguido desvestirme de mi armadura echa de polvo de cristales y de noches de luna, había cargado en sus hombros el extenso camino de mi desolación para devolverme una nueva fe, un nuevo camino en el cual creer y por el cual vivir. También había quebrado mi alma, aquella vez que se fue para nunca más volver, llevándose consigo varios recuerdos, algunos de ellos los mejores de mi vida, mientras por carta me escribía que ya no sería jamás mía, que ahora era de otro, con la misma tranquilidad y desinterés con que a veces me llamaba. En el recuerdo intentaba tapar un vacío que llevaba años abriéndose sin descanso, aunque sonreía, no ocultaba la mirada fría de aquel que conoce la oscuridad de sus miedos y la soledad que marchita a los hombres. Había abandonado la intensa lucha de persuadirla a que regrese conmigo, como quien sabe que debe llenar una copa rota y duda de la capacidad de su corazón para tal misión. La última vez que estuve cerca de ella ni siquiera lo había notado, pero recuerdo esa sensación que me producía su presencia y que años más tarde aún seguía sintiendo a pesar de hallarme muy lejos de ella. Aquella noche a la que aludiré, resultó ser una noche decisiva para el destino de mi alma, donde por única vez, hasta entonces pude saber que los caminos que conducen al hombre al conocimiento también lo conducen por inercia a una especie de sumisión a su propio mundo, que comienza a buscar la ruptura de la socialización a la que estamos atados por pactos de realidades ajenas.
La noche caía suavemente como espejismo de seda, se cubría mansamente con mirada femenina, y yo llegaba para escuchar a tiempo la sinfonía que presentaría una de las obras más exquisitas del siglo XIX, el ambiente estaba rodeado, saturado de almas bulliciosas y envolventes. Las estrellas miraban desde arriba, tácitas, blancas, el velo que producía la fiebre de las gentes acostumbradas a absorberse en sí mismas. Sabía que no podría contra todas aquellas bestias civilizadas, y decidí saltar el cerco de hierros que bordeaba el anfiteatro para evitar el congestionamiento de gente que ponía en duda mi ingreso. Miles de ojos perdidos no notaron mi inclusión en la masa desde atrás de ellos. Así me ubiqué alejado a la marea de personas que invadían las primeras filas, y estuve plácidamente separado, abstraído en la poderosa música y el humo de mi soporífero compañero de la noche. En determinado momento en que la música parecía gobernar la noche cerré los ojos casi voluntariamente para sentir con el cuerpo el poder de las cuerdas, inmediatamente todos mis sentidos se perdieron en el éxtasis que alcanzaban. Fue cuando el aroma a menta que me recordaba la piel de ella rompía mi trance musical. Me sentí fascinado, casi eufórico, la mezcla entre la música y el aroma me dignificaron en un sentir épico, al volver a pestañar había desaparecido. Me incorporé y miré a mí alrededor pero la cantidad de rostros en la semioscuridad habían perdido mi vista en el brillo de aquel augurio que desvirtuaba mi atención y no logré concentrarme en mi búsqueda, la buscaba a ella. Tomé asiento rápidamente pero no pude volver a descifrar el trance que me produjo la música. Había vuelto a sentir ese peculiar aroma que mostraba mi obsesión por aquella piel, había sido una luz que llegaba para revelarme la condición mental que atravesaba; el grado de apego e inclinación que tenía por ella había superado mis propias expectativas.
Terminó la orquesta y con ella el desatino de mis ideas, volvía a ser dueño de una pacífica estabilidad que me llenaba, y desde lejos reflexionaba si verdaderamente debía buscar ayuda profesional para investigar las causas de mi alucinación. Salí del anfiteatro y busqué asilo en las paredes de mi habitación, por aquel entonces el templo de mis luchas y mi creación, para luego de poco tiempo relajarme en el sueño profundo.
Al recordar esta sensación, luego de varios años, me volvía más consciente de mi propia atadura y la dirección en que llevaba mi lucha contra las costumbres que envenenan a los hombres en el vicio y la ceguera. Buscaba las herramientas y motores que funcionaban en el movimiento de mis actos y así continuaba mi batalla contra la esclavitud que es innata en cada uno de nosotros.
Pasados muchos años más, supe que aquella noche ella había estado ahí, escuchando la sinfonía, la misma noche en que murió accidentalmente, cuando por un descuido había perdido el control de sus reflejos y fue embestida por un automóvil. También pude saber después que en la agonía rugía mi nombre y gritaba la palabra lavanda, que hacía mención a nuestras noches, cuando descubríamos que nuestras pieles se correspondían con el olor de las plantas. Si hubiera podido decirle algo más aquella noche en que nos despedimos, años antes de su trágico deceso, le hubiera dicho que por siempre recordaría su nombre y su olor, porque había dejado de oler a lavanda, ahora también mi piel, como la de ella, olía a menta.

G. F. Degraaff