He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Salto

...se han trasformado las miradas ciegas; si aún se roe la materia por el caminar, habrá muerto la ciudad antes de siquiera habernos detenido; tú cambias el modo en que las cosas desaparecen, tú eres una con el alma de todas las cosas; a veces te despiertas vacía, como ausente; y recuerdas que aún hay algo que habita tu morada; algo que no es tuyo, pero que aún así te pertenece, y te entregas al viento de la vida, esa constante fuerza que fluye y se dispersa y deja en el camino tanto polvo como el que arrastra. Se ha desarmado todo intento por armar algo, así como cae el agua cuando los cielos lloran, así vengo caído y húmedo, frío y extendido.

Oh! ahora me reclino para sentir las flores sobre la espalda, para perfumar con ellas el pasado, eso que ha quedado detrás; me reclino y miro hacia adelante, para llegar al horizonte y partir con la mirada, cuando el ocaso es más profundo y el corazón se relaja en su postura; me reclino y me dejo llevar por el viaje, ¿hasta donde habré de llegar?, que importa; si al final habré llegado donde debía estar, si al final somos eso que no puede detenerse, somos todo lo que empuja a la vida más allá de lo que ella significa...



Menta

Suspiraban mientras roídos por dentro alcanzaban algunos estigmas a frenarse antes de culminar en sangre. Caía boca abajo, abierto el pecho con la filosa daga de piedra que labraba meses antes de su trágico deceso. El horizonte fatigado miraba sus ojos que por última vez veían el brillo del cenit y se perdían en una lejana sensación de placentera disociación del cuerpo. Había decidido arrancarse los lazos que la ataban a la realidad, habíase ido para volver jamás. De todas formas creo que nunca fue consciente de lo que hacía, actuaba de acuerdo a su naturaleza y eso le costó la poca sobriedad que tenía. Fue de esta manera que quiso conocer las puertas que abren lo desconocido, así, sin escudos y jugando el brillo de su alma antes de convertirse en una gota absorbida por el enorme mar, dueño de la muerte.
Para no atiborrar la historia dejaré de lado los inconvenientes que produjeron una ruptura total en nuestras vidas y me centraré en principio al descubrimiento que luego de varios años llegué a comprender con un poco más de claridad y me permitió encontrar una manera de utilizar los presagios que llegaban a mí a través de ciertos aromas. Siempre lamentamos no poseer aquello que necesitamos cuando realmente hace falta, pero nunca consideramos que esa falta pueda resultar la evidencia de nuestros propios límites y el espejo de nuestras propias luchas.
Ahora, habíase ido la sombra por la fantasía etérea de la subjetiva felicidad que me envolvía y a traición volvía desde las tinieblas para crear el calabozo de una nueva perdición. El aire enrarecido culminaba con el olor a verano, a ese verano de ambiente falaz que crea una dispersión en la mente. Había conocido a la mujer que podía volverme más loco de lo que acostumbraba a estar, con ella el precipicio del tiempo parecía extenderse y nunca tocaba el suelo en la caída, que en estos días de ausencia no puedo evitar sentir; ella detenía mi silencio y rompía mis palabras, me clavaba en la cruz para llorarme desde abajo. Ella era la misma que años atrás había conseguido desvestirme de mi armadura echa de polvo de cristales y de noches de luna, había cargado en sus hombros el extenso camino de mi desolación para devolverme una nueva fe, un nuevo camino en el cual creer y por el cual vivir. También había quebrado mi alma, aquella vez que se fue para nunca más volver, llevándose consigo varios recuerdos, algunos de ellos los mejores de mi vida, mientras por carta me escribía que ya no sería jamás mía, que ahora era de otro, con la misma tranquilidad y desinterés con que a veces me llamaba. En el recuerdo intentaba tapar un vacío que llevaba años abriéndose sin descanso, aunque sonreía, no ocultaba la mirada fría de aquel que conoce la oscuridad de sus miedos y la soledad que marchita a los hombres. Había abandonado la intensa lucha de persuadirla a que regrese conmigo, como quien sabe que debe llenar una copa rota y duda de la capacidad de su corazón para tal misión. La última vez que estuve cerca de ella ni siquiera lo había notado, pero recuerdo esa sensación que me producía su presencia y que años más tarde aún seguía sintiendo a pesar de hallarme muy lejos de ella. Aquella noche a la que aludiré, resultó ser una noche decisiva para el destino de mi alma, donde por única vez, hasta entonces pude saber que los caminos que conducen al hombre al conocimiento también lo conducen por inercia a una especie de sumisión a su propio mundo, que comienza a buscar la ruptura de la socialización a la que estamos atados por pactos de realidades ajenas.
La noche caía suavemente como espejismo de seda, se cubría mansamente con mirada femenina, y yo llegaba para escuchar a tiempo la sinfonía que presentaría una de las obras más exquisitas del siglo XIX, el ambiente estaba rodeado, saturado de almas bulliciosas y envolventes. Las estrellas miraban desde arriba, tácitas, blancas, el velo que producía la fiebre de las gentes acostumbradas a absorberse en sí mismas. Sabía que no podría contra todas aquellas bestias civilizadas, y decidí saltar el cerco de hierros que bordeaba el anfiteatro para evitar el congestionamiento de gente que ponía en duda mi ingreso. Miles de ojos perdidos no notaron mi inclusión en la masa desde atrás de ellos. Así me ubiqué alejado a la marea de personas que invadían las primeras filas, y estuve plácidamente separado, abstraído en la poderosa música y el humo de mi soporífero compañero de la noche. En determinado momento en que la música parecía gobernar la noche cerré los ojos casi voluntariamente para sentir con el cuerpo el poder de las cuerdas, inmediatamente todos mis sentidos se perdieron en el éxtasis que alcanzaban. Fue cuando el aroma a menta que me recordaba la piel de ella rompía mi trance musical. Me sentí fascinado, casi eufórico, la mezcla entre la música y el aroma me dignificaron en un sentir épico, al volver a pestañar había desaparecido. Me incorporé y miré a mí alrededor pero la cantidad de rostros en la semioscuridad habían perdido mi vista en el brillo de aquel augurio que desvirtuaba mi atención y no logré concentrarme en mi búsqueda, la buscaba a ella. Tomé asiento rápidamente pero no pude volver a descifrar el trance que me produjo la música. Había vuelto a sentir ese peculiar aroma que mostraba mi obsesión por aquella piel, había sido una luz que llegaba para revelarme la condición mental que atravesaba; el grado de apego e inclinación que tenía por ella había superado mis propias expectativas.
Terminó la orquesta y con ella el desatino de mis ideas, volvía a ser dueño de una pacífica estabilidad que me llenaba, y desde lejos reflexionaba si verdaderamente debía buscar ayuda profesional para investigar las causas de mi alucinación. Salí del anfiteatro y busqué asilo en las paredes de mi habitación, por aquel entonces el templo de mis luchas y mi creación, para luego de poco tiempo relajarme en el sueño profundo.
Al recordar esta sensación, luego de varios años, me volvía más consciente de mi propia atadura y la dirección en que llevaba mi lucha contra las costumbres que envenenan a los hombres en el vicio y la ceguera. Buscaba las herramientas y motores que funcionaban en el movimiento de mis actos y así continuaba mi batalla contra la esclavitud que es innata en cada uno de nosotros.
Pasados muchos años más, supe que aquella noche ella había estado ahí, escuchando la sinfonía, la misma noche en que murió accidentalmente, cuando por un descuido había perdido el control de sus reflejos y fue embestida por un automóvil. También pude saber después que en la agonía rugía mi nombre y gritaba la palabra lavanda, que hacía mención a nuestras noches, cuando descubríamos que nuestras pieles se correspondían con el olor de las plantas. Si hubiera podido decirle algo más aquella noche en que nos despedimos, años antes de su trágico deceso, le hubiera dicho que por siempre recordaría su nombre y su olor, porque había dejado de oler a lavanda, ahora también mi piel, como la de ella, olía a menta.

G. F. Degraaff

Regreso a casa

Trataré de no tergiversar una de las historias que cuando de niño una anciana me contó no sin ese cierto misterio que deben tener las historias bien narradas para atrapar la atención de los niños, por otra parte el uso de la metáfora de aquella historia me llenó de consecuencias en la vida, historia que luego cuando adulto encontré en uno de los libros de Carlos Castaneda (viaje a Ixtlán) y que representó para mi uno de los mayores hallazgos que en mi mocedad había logrado, sin embargo, debo aclarar que la historia está relatada desde la versión que aquella anciana supo darme cuando apenas era yo un niño de ocho años; esta historia es y será en mi camino la imagen primera a considerar cuando se trata de llevar a cabo decisiones y tomar la vida por las riendas.
Recuerdo ese mediodía que como presagio presentaba la transfiguración del terreno, a escasos metros de la rivera donde solían posarse mirlos para refrescarse y poder atrapar su alimento. Me sedujo la idea de aquella anciana que por aquél entonces yo tomaba como mi abuela, de narrarme una historia bajo la sombra de un nogal. Me acomodé de cuclillas, pensando que el relato no sería extenso, y con voz un tanto apagada la anciana comenzó su relato, con una pequeña huella de melancolía.
En mi juventud -dijo- había salido de compras a una antigua feria que aparecía con el amanecer del lunes, debía recorrer una extensión de campo de unos diez kilómetros para llegar donde las carpas ofrecían y cientos de personas hacían las compras que durarían para los siguientes dos meses antes de que la cosecha pudiera abastecer a las familias de la zona con alimentos.
Llegar no fue difícil, no hubo ningún tipo de inconvenientes para la compra, llevaba yo dos costales inmensos, que cargados, eran muy duros de llevar sobre todo los diez kilómetros que debía recorrer, así esperaba que mi suerte me proporcionara algún vehículo, cuando menos algún vecino que se ofreciera llevarme de regreso. Lo cierto es que el atardecer se acercaba y mi suerte no presentaba señales de ayudarme en mi regreso, así levanté los pesados costales sobre mis hombros y eché a andar. En mi viaje, comencé a ver que muchos se ofrecían ayudarme así que no dudé y los dejé cargar mis costales, lo cierto era que ellos tenían que ir en la dirección contraria a la mía, así que solo pudieron acompañarme unos metros. Al entrar la noche, había perdido mi ubicación, así que comencé a guiarme por los campos que conocía para llegar a mi casa. En mi camino me topé con algunos vecinos, gentes que no veía frecuentemente pero que conocía de vista, le pregunté a uno de ellos en que dirección debía caminar para llegar a mi casa, y aquella familia me señalo la dirección contraria hacia donde caminaba, -Ven con nosotros, me decían, tenemos alimentos para darte- pero su mirada era extraña por lo que los dejaba atrás y seguía caminando sin rumbo, o con rumbo sin saber bien donde iba. Al rato, dos caminantes con un caballo se detuvieron a mi lado, a estos también los conocía pero noté en su mirada la misma extrañeza de los anteriores, estos a su vez se detuvieron y dijeron -cargaremos tus costales con el caballo hasta a tu casa, ven con nosotros- lo cierto es que los miré mas no me detuve, seguí mi camino en dirección a donde creía que encontraría mi casa. Pasé por un campo que me resultaba conocido entonces supe que iba bien en mi dirección. Así apreté el paso bajo la noche que caía lentamente entre silencios y grillos. Fue entonces que tuve la certeza de que no había visto personas, eran fantasmas, ya sus miradas los evidenciaban. Eran fantasmas como todos los que luego crucé en mi camino a lo largo de toda mi vida.
Ante la historia, la anciana dejó uno de esos silenciosos que determinan el final de una historia o que crean el suspenso necesario para que yo preguntara -¿Y qué pasó cuando llegaste a casa? La anciana comenzó a reír, -niño, nunca he llegado a mi casa- Yo no podía comprender lo que intentaba decirme, y añadí -¿Cómo que nunca llegaste a tu casa? –No-, respondió -nunca llegué a mi casa y desde ese día todas las personas fueron para mí fantasmas, nadie es real. -¿Y cuándo llegarás a tu casa? A lo que respondió, nunca llegaré a mi casa, allí en mi casa tenía a todas las personas que amaba, luego de ese día supe que nunca llegaría, que caminaría siempre en dirección a mi casa, pero jamás llegaría ni a mi casa ni a las personas que amaba. En seguida noté la nostalgia y la tristeza en la cara de la anciana, había dejado una impresión en mi alma, en mi corazón, me había mostrado que uno siempre camina por la vida sin compañías muy a pesar de amar a todas, a partir de ese día supo, que el mundo entero era su casa y que hasta la muerte caminaría la extensión de ese camino en una trágica soledad, ella estaría siempre en el camino de regreso, de regreso a su casa.
Luego me preguntó, casi por lo bajo, yo consternado en pensamientos, -Tú, ¿Estás dispuesto a caminar solo siempre de regreso a tu casa? Con lo cual el miedo me hizo huir de la sombra de aquel viejo nogal, en dirección a mi padre que estaba a unos cien metros en una vieja casona donde trabajaba. Allí me di cuenta que aún no estaba listo para aceptar lo que luego de quince años he logrado, caminar siempre en soledad de regreso a mi casa.

G. F. Degraaff

Encuentro con la Luna

Los estigmas eran imborrables, aparecían aquella noche en que la oscuridad se amortiguaba sobre la penumbra y cedía el paso al manto de estrellas sobre la cordillera. Así, la sangre corría por el pecho mientras la luna aullaba en el horizonte lejano, cruel, que ostentaba su autoridad entre peñascos roídos. Algunas leyendas imponían su magia, y crecían a medida que el tiempo volvía antiguos a los hombres. Había visto antes el fulgor de un corazón que se deshacía en la sed de un dolor inquietante, testigo de las marcas que elevaban el cauce de la sangre hasta los confines del sufrimiento. Cuando estalló la pólvora, ni los vestigios del alma corrían por el hálito fresco de la boca enmudecida entre lamentos. El sudario evidenciaba el ardor de un fuego que consumía la abulia de aquel cuerpo.
Era el cruel testigo de un semblante que se debatía en los endemoniados riscos.
El andar era entonces abrasivo, guiado ciegamente por una intuición que disolvía la esperanza, se dio al camino del desierto furtivo. En la soledad de la noche, los sonidos se convertían en la única prueba del tiempo, aquel que acompañaba la caminata de un extraño sufriente, uno más de la historia sensible del dolor de la humanidad. Todas las noches se miraban en un espejo y se multiplicaban como minúsculos granos de sal, quemaban la frescura del anhelo involuntario. El deseo fatal nunca abandonaba aquellas caminatas de lo sombrío, y la tierra, dura como un acero cristalino rompía las huellas sin tregua de los tantos otros caminos que se habían marcado lueñes en la historia. Batallas y armas gemían aún víctimas del sacrificio que algunos hombres conocían como orgullo. Al paso de la sombra, la luz de la luna detenía por momentos el diálogo inquieto de la mente suicida.
-¡Acompaña la noche caminante, entre esta luz que hoy te ofrezco, y olvida la penumbra de los tristes!
-¡Si supieras, Luna, cuánto he mirado el horizonte buscando la señal de mi destino, comprenderías siempre, que mi magia está en ser dueño de la sombra que me acompaña!
-Aún no has visto la esmeralda de tus días, viajero, adueña tu mano el tiempo y trasmuta el sordo y callado dolor en tu escudo más fuerte.
-Enséñame una gota de rocío y creeré firmemente que no soy una hoja perdida en el viento. ¡Rompe mi corazón en mil pedazos, pero dame la mano de hierro que necesito para forjar mi destino!
-Que difícil se vuelve, ¿Verdad viajero? Roer la especie sin sucumbir a las necesidades de un corazón vacío. Alguna noche habrás pisado tu propia tumba, y sabrás que entonces ese vacío era tu única fuerza.
-¡Mas te vuelves dueña de la noche cuando tus ojos encuentran una nueva sombra!
-La sombra es todo aquí, solo seduzco las migajas que los hombres han dejado en el camino, y esta noche te he visto, pero sé que traes la carga de un camino duro que debes dejar atrás.
-¿Cómo abandonar un camino, si este era lo único que te mantenía con vida entre los hombres? ¿Cómo llenar un cuenco roto, que lleno de polvo, engaña la sutileza de los ojos necios? Habrías de ser el mismo aire para llenar sin llenar y tocar sin tocar.
-¡Oh! Viajero, llena la luz los templos más sombríos, clama el fulgor del polvo y de la esencia. Mira el horizonte, ¿Ves algún sendero marcado? ¿Ves, acaso, un solo camino? Tu terquedad ha obrado vilmente en ti, has creído en un sendero fantasmagórico que conduce al final de tu vida.
-Mi meta es el mismo camino, así he llegado siempre que de un paso hacia él.
-¿Pero cuándo sonríes? Estas atrapado en una caverna, pues la periferia de tus ojos solo ven muros a tu alrededor, has creado tu propia cárcel.
-He creado mi propio camino.
-Solo caminas en aquella vieja circunferencia de roca. Estas en tu centro y buscas seguir caminando. Has llegado a tu meta y ahora caminas sin otra nueva.
-Entonces dime, cómo crear un nuevo sendero, luz de la luna, flor de un vejo pantano de desolación y temor, de muerte y desesperanza.
-Debes dejar la carga del camino anterior y aligerarte, tu propia naturaleza obrará en tu beneficio. ¡Oh! Viajero perdido, caminas sin rumbo a las mesetas fértiles, has estado gastando tus pies en un polvo que se extendía ante ti encerrándote.
Fue repentino el cambio en la oscuridad de la noche. Surgían los sonidos sordos y los silencios tenues de un pacífico despertar. La noche entonces se cerraba a una luna que desaparecía tras lejanas montañas y las estrellas volvían a conquistar el domo azulado. Las nubes acechaban furtivamente, acercándose lenta pero decididamente a encontrarse con aquel cuerpo débil, roto por la embestida de un final inalterable. Había llegado el portal ante aquellos gastados pies que dolían ante la falta de agua. Y un segundo antes que un nuevo día gobierne las inconquistables praderas de aquel desierto, una gota de rocío mojó la boca del caminante que por primera vez tomaba la mano de su propio destino.

G. F. Degraaff

La piedra

Se me terminaba el tiempo, así como creemos que algo tiene fin, corría sin amparo las vertientes de mi propio terreno. Empujaba mi viento el pecho, que mansamente se deshacía en mi carrera, sabía que debía irme pero no sabía adonde ir. Los torbellinos que desplomaban los horizontes crecían en los propios límites verticales de mis ojos. Así, intuí que crearía la desazón de mi propio destino. El sol era testigo de mi rostro húmedo, bañado en parte por la corrida y el calor fulminante de aquél camino de polvo que transitaba. Solemos contar esas cosas que nos tienen como protagonistas, pensaba, fue cuando encontré un acertijo que contenía el explosivo desenlace de la humildad. Aquella piedra angular que se posaba sobre el acantilado atrajo mi atención, y es seguro, que atraería cualquier atención que fijara su realidad en ella. Me sentí por unos segundos atrapado, inmovilizado, cesaba por primera vez en días una carrera que comenzaba a tener un fin prematuro, era inquietante como mi mirada era esclava de aquella piedra. Traté de no intentar escapar por la fuerza, era claro que mi única posibilidad era mental, o incluso sensible. No logré amortiguar mi desesperación que como bólido llegaba para perturbar mi cuerpo fuera de control, haciéndome vulnerable a ser arrancado como tronco de raíz de mi propia cordura.
Estuve varios días atado, mi mirada no lograba romper la atención en aquella piedra que no hacía más que atraerme. Comencé a perder fuerzas, sin agua ni comida pronto mi muerte se posaría sobre mi hombro izquierdo. Escuché algunas aves esperando mi desenlace sobre el piso rojo. Campanas y algunas visiones no detuvieron el poder de la tierra que apretaban como sal la herida de mi alma, aquella de la que buscaba escaparme. Herido de muerte en mi interior, ahora comprendía que no podía escapar ni despistar mi destino quien se preparaba para darme el golpe de gracia. Recité algunos versos improvisados, algunas canciones que habían tenido fuerza en mí. Me callé sólo cuando la luz cedía el paso a la oscuridad una noche más y los lobos alejados se escuchaban con la luna que se ponía hacia el horizonte que daba reflejo en la periferia de mi mirada. Recordé algunos tonos de una suave flauta que anunciaban el final del día, otro día más atado a mi mirada y a mi cuerpo tieso que no escapaban de esa realidad que volvía a reclamar mi vida. El viento acariciaba mis ojos lentamente, y se metía en mi boca para darme aire y frescura. El gusto a sal era de mi propio cuerpo. Me deshacía en fuerzas, sabía que si dormía caería prontamente en la oscura y placentera compañía de siempre. Mi reflexión se centró en intentar comprender como la tierra podía ser infernalmente tan rígida y tan decidida. Una piedra bastaba para atraparme, un roca iba a ser la impiadosa muerte de mi cuerpo. Así es como comienza la aventura de mi espíritu en hallar la manera de hendir, al menos un segundo al universo.
Dicen que es de idiotas intentar no seguir el curso de nuestra propia naturaleza, pero no hemos de saber el por qué de ella. Conocemos eso que traemos de quien sabe donde implícito en nuestro corazón y nuestro yo interno, o seremos todos profundamente iguales cuando se trata de nuestra verdadera naturaleza. Mas, lo que encontré en aquella sombra que se convertía en piedra, fueron los propios miedos de finalmente uno debe superar para llegar a una profundidad inquietante. Al final creemos que ser nosotros mismos es fácil, pero desconocemos o no queremos ver que para llegar a nosotros mismos el camino oscuro puede intentar que peguemos la vuelta antes de cumplir con nuestra meta.
Me convertí por días en águila, y miraba con una visión increíble aquel cuerpo que encadenaba su mirada a aquella roca. Volé intentando buscar ayuda, pero el desierto era extenso, quizá me llevaría días encontrar alguien que se precipitara hasta donde mi cuerpo humano se hallaba. Atravesé nubes blancas y grises, a merced de un sol abrasador y corrientes de aire frías que daban respiro a mi vuelo. Observé algunos cuervos solitarios en las laderas de altos riscos. Erizados, llenos de una soledad placentera. ¡Flores de un ocaso turquesa, denme el aroma de su calidez envuelta en la sincera razón de su propia existencia, y con eso una muerte dulce para volverme alimento de su hermosura!
Como águila me precipité a la tierra para morir sin motivo, pero antes de hallar en el piso la canción final, me encontré arrastrándome y zigzagueando sobre mi pecho. ¡Era yo una serpiente! Así sentí que no eran más que códigos humanos aquella mirada sombría de este animal frío, acechante y peligroso. Seguí mi instinto, camino en busca de quien pudiera alejar aquella mirada de aquel cuerpo que se hundía en los poros de una tierra caliente. Al fin me di cuenta que poco prestigio tenía mi condición, ¿Quién ayudaría a una serpiente? Al acercarme a cualquier animal todos huían, los hombres por miedo no huirían, pues a los hombres el miedo los vuelve más peligrosos pensaba, matarían siempre para mostrar su ventaja humana, para defenderse de sus propios temores y para demostrar su libertad, como siempre han hecho. Fue cuando deseé con toda mi piel, una que de poco dejaba atrás ser un animal al que un hombre respetara. Aquí me di cuenta que no tenía oportunidad, los hombres no respetan a los animales, así me transformé en un perro. Mi condición oprimía mi pecho, sentía una increíble necesidad de amor, como perro sería capaz de resistir cualquier azote del destino para sentir una mano que acariciara mi pelaje, para sentir un amor que aunque mentiroso y por compasión, me hiciera creer que no estaba solo. Así, bajo esta condición no debía ceder, debía seguir mis sentimientos, no debía buscar un hombre que ayudara a mi cuerpo a quitar mi mirada de aquella piedra que absorbía lentamente mi energía desde hacía días, mi corazón canino indicaría el camino adecuado.
Al llegar a un pequeño pueblo, encontré cientos de personas que atrajeron mi atención, todas aquellas personas, tenía la sensación, estaban tan perdidas en sus pensamientos, como lo estaba la mirada de mi cuerpo lejano. Me parecía tristemente opresora aquella imagen que encontré en los humanos. Todos muertos en vida, comprando en aquella feria, cargando bolsos de comida y objetos que bajo mi condición perruna no encontraba utilidad. Al fin reflexioné si era necesario volver a convertirme en aquél hombre, si era preciso que volviera a ser el mismo de antes, perdido en las mundanas necesidades de los hombres ambiciosos, perteneciendo irremediablemente a la cultura social humana.
Luego de pensar echado bajo la sombra de un joven árbol, decidí dejar mi empresa atrás, ya no quería volver a ser un hombre, me quedaría soportando la falta de amor y compañía que sienten los perros, sufriendo el escarnio de los hombres pero buscándolos al fin cuando estos me llamaban con señas, esperando una caricia.
Al anochecer cerré mis ojos en la penumbra y el silencio de un pueblo que cerraba las cortinas a las estrellas se resguardaba de la luz de la luna.
Desperté sentado frente a aquella piedra, con total liberación de mis movimientos. Así llegaba por primera vez a comprender algo de mi mismo. Aquella piedra, era el espejo de mi propio destino. Era la fiel imagen de algo que escapaba a mi entendimiento. Por fin me levanté y sentí mis músculos rígidos por la inmovilidad de tantos días. Caminé ya sin correr, había visto bajo la forma de animales cuan alejado estaba de mi verdadera naturaleza. Había encontrado en aquellas formas un mundo completamente nuevo y extraño. Visión, intuición, corazón, ahora sé que mi destino no está en ser un hombre y actuar como animal, es la de ser un animal y actuar como un hombre.
G. F. Degraaff

Recuerdos de una noche pasajera

La noche caminaba fría sobre el oscuro piso, reflejadas las estrellas el ambiente fulguraba destellos. El humo del cigarro consumía la voz en silencio. Lleno de miradas sin ojos, aunque no se acercaban cuerpos en la lejanía. Máquinas voladoras susurraban velozmente. Me detuve solo cuando debía saludar. Conseguí lo que no necesitaba y marché nuevamente, con rumbo a la tabaquería de una ciudad carente de bullicio. Más oscuro que la sombra me escabullí por pasillos largos, de paredes blancas sobre el piso húmedo. Mi cigarro en la mano me iba marcando el paso, y las piernas sin descanso sostenían el pesado cuerpo que sostenía mi cabeza. Las luces, el ambiente de un miércoles cerrado, lacónico y agitado, que como greda parecía disolverse en la lluvia nocturna de una luna pasajera, dejaban ver el interior de la casa de Salvador, quien esperaba por mí para comenzar la noche. Creo que él ya había arrancado. Bebimos y hablamos sobre las manchas azules de un viejo tomo del siglo XVII del alemán Shcubërtt, un famoso Alemán filósofo, dueño de una de las traducciones germánicas mas exquisitas, un volumen de los "antiguos opúsculos de la Biblia de Ulfilas", que había sido heredado de su abuelo. Mientras el tiempo se enredaba como los hilos de una marioneta entre nuestras mentes, decidíamos la partida. Al llegar a la playa del estacionamiento, un fantasma salió a nuestro encuentro invitándonos a servirnos de un canuto. Accedimos y salimos a toda velocidad al encuentro con las nubes. Debimos atravesar un largo horizonte para caer deprisa aplastando el cemento. Al llegar a un centro de luminarias tenues, mi razón comenzaba a vibrar en los bordes lejanos de lo desconocido. Ya nadie estaba conmigo. Nada parecía tragarse la miel de la que estaban hechos todos ahí afuera. Adentro la crema bebía champán. Entré, asombrado por una escalera que se perdía en la nada. La música de jazz me recordaba los viejos discos de la "Green Hill Instrumental Charleston", unos músicos de New Orleans injustamente perdidos en la historia. Los danzantes gemían de transpiración. No podían parar. Era una impresión desde luego. De a poco me senté en una pequeña mesa que simulaba ser inofensiva. Sentí el sitio de poder. La transpiración movía mis piernas -¡Estaba en lo cierto! La lejana sonrisa que tuve desde siempre acudió a mí desde el aire. Nadie la quitaría ya de su lugar. Estuvo conmigo hasta que las luces se apagaban por el sol. Caminé solitario perdido en el rumbo. Los cordones de mis botas habían sido decapitados. Era un gran alivio, al fin. Reconocí mi viejo frente. El de mi hogar. Pasé inadvertido entre la multitud que salía a mi encuentro. Encendí la luz, de un farol casi vacío. Observé con detalle y todo parecía en orden. Apagué el farol y guardé aquella sonrisa bajo la almohada, para recuperarla al despertar, para recordarla en mis sueños, para evitar que se apague. Al despertar ya no estaba. Se había ido conmigo a mis sueños. Y allí quedó. Ahora busco en mis sueños, aquella sonrisa que alguna vez encontré en aquel lejano recuerdo de una noche pasajera.

Ruptura del tiempo

Se deshace el borde de la calle a cada paso que voy improvisando sobre la vereda. Recuerdo un texto de algún antiguo que se refería a la eliminación de los ilusorios límites que invocamos para seguridad de nuestra razón. Aquí comienzo a describir el naufragio de las sensaciones que antecedieron a esta caminata, en donde el mundo ha perdido por vez primera la aparente rigidez que despierta en la mundana manera de percibir lo concreto. Estaba yo, un yo que ya he perdido, pero a manera figurativa así lo llamo; atado a la arbitrariedad de una cordura que comenzaba a fastidiar mis trabajos y mi búsqueda. Hallaba todo tan repetitivamente absurdo que sólo me limitaba a percibir con el cuerpo, lejos de los sentidos. Caí en la cuenta de que era el producto de percepciones concatenadas, conectadas por todas las ilusiones yoicas que daban a mi vida una continuidad que no permitía la renovación. Podía ver como todo era producto de esta cadena de pasados. Irremediablemente quería deshacer varios momentos para sentir un cambio sobre la nueva forma de percibir. Así me daba cuenta que para sentir la innovación en los momentos, el cambio debía ser interno. Ver a las mismas personas, durante tanto tiempo, me había dejado el sabor de la falta de aventuras y sensaciones nuevas, para cuando comprendí que todo lo nuevo debía venir desde mi corazón había desperdiciado muchos momentos con personas por quienes sentía una enorme calidez. Nada pertenecía a mi pasado, o mejor dicho, nada podía representar el pasado, nada puntual, porque toda la vida en sí misma representa el pasado. Todo era pasado, un segundo más tarde, volvía a serlo. Suspiré, en soledad, la misma que venía sintiendo a pesar del mundo que vociferaba su lugar. Así la tristeza era terriblemente inevitable. Siempre he creído que comprender algo nos deja una gota de tristeza, tristeza que se quita con la necesidad de comprender otra cuestión para olvidar aquella otra, y así, la comprensión se volvía el arma más filosa de todas. Los locos han de vivir más intensamente, pensaba. Cuando me fue imposible amortiguar la comprensión de lo que me estaba sucediendo, fue que tomé la misión que yo mismo me declaraba, por las riendas. Me separaría del mundo definitivamente. Me buscaría en la soledad que aleja las culturas e identificaría los motores de todas mis conductas tan fervientemente que nada quedaría ligado a algún impulso. La fuerza sexual resultaba para esto una enemiga falaz. Pues, todos estamos sumergidos en un enorme mar de energía sexual que nos ata al resto del mundo, y así, prisioneros de nuestra única energía disponible y creadora, nos internamos en la cultura. Salí a merodear con la esperanza de que el aire me cediera una tregua y pudiera relajar mi mente abstracta. El olor a la calle, el ruido de motores y el eco de los árboles que gritan desesperados por la mirada de algún horizonte me habían devuelto un poco a mi lugar. Tendría que encontrar la manera de seguir soportando la existencia entre estas calles que atesoran la incredulidad y el “vivir por vivir”. Tendría que encontrar la manera de reír, de ser feliz, de disfrutar con aquello que todos disfrutaban, salir a bailar, beber, hablar, todas esas cosas que me resultaban innecesarias. Pues había personas que se alejaban de mí por mi falta de interés en estas cuestiones mundanas. ¿Y si la vida fuera otra cuestión? ¿Si fuera la vida el simple acto de reír y nada más? Entonces sería muy bello, pero también sería miserable. Debía aprender a representar las actitudes de cada uno de aquellos para quienes la vida se resume a un poco de esto, un poco de esto otro, un futuro, una casa, una religión, una rutina, y cosas que realmente no tienen un verdadero sentido de existencia. Tener y ser. ¿Pero tener qué? ¿Para ser qué? Esa pluralidad yoica que intentamos unificar. Así jugamos a ser Dios. Tengo que ir a bailar, pensé. Divertirme. Pero bajo qué sentido. Comprendía muy bien todos los argumentos válidos para decirme que podría ser feliz, que mientras podría jugar a no ver como mi vida se transformaba en eso que nos impone la cultura, ser padre, profesional, amigo, y todos esos títulos que le dan a uno, cierta personalidad. Aborrezco las multitudes, pero sin arrogancia, no me siento cómodo allí donde hay muchas personas, ya tengo bastante conmigo como para mirar a otros en sus estupideces. Y es por eso que aquí estoy, pensaba, solitario, buscando respuestas pero no en mi mente, en mi vida, en mis percepciones. Fue así que el cordón se nublo, y la vista quedó suspendida a una gran nube gris. Había fugado mi mente, habíase ido nuevamente a mi habitación, y al regresar, miré a mi alrededor, todo estaba en su lugar. Habían pasado algunos días, estaba sentado frente a mi hoja y a mi copa, y el tiempo había regresado a su curso normal. Había roto por primera vez mi percepción, había manipulado el tiempo y alcanzado algún estado fugaz. Pero había caminado por las calles. ¿Pero, por qué calles? No lo sabía. Solo sabía que no había en mí, vestigios de esa humanidad que sólo busca pasar la vida, vivir, comer, tener, morir, sin haber experimentado jamás que existen tantos mundos como percepciones.

G. F. Degraaff

Algunos minutos de locura

Y ahora me disfrazo. Llamo a la locura por teléfono e inconsciente digo: -Ven, será una bella velada. Y me quito la atmósfera húmeda que dejó el día bajo mis rodillas. Y el retoño que crece mansamente a la distancia de mil horizontes, como ilusión brota sobre mis ojos. Eres la flor de ese pantano que veía en sueños, pero ese pantano aún no llega, entonces no puedes ser ella. Y sigo buscando la flor adecuada para esta primavera hostil que se refugia entre los sueños de algunas noches lúdicas, de gran calor y agonía, de pequeñas muertes francesas y de estiércol puro. Algún cigarro de marihuana aplacará mi sed, pienso, pero pierdo más energía modificando mi conciencia que acabando en el tacho de mil botellas de vino. Y así transcurre la soledad, con Floyd de fondo y las preguntas a mil respuestas jamás formuladas. ¿En que piso vivo? Me pregunto antes de bajar por las espirales escaleras que conducen a una profundidad espeluznante. Me tomo de las paredes y avanzo en el descenso absoluto de mi cuerpo y de mi mente. No ha aparecido aún el fantasma antiguo de mi niñez, ¿Se habrá marchado? Siempre extrañamos por costumbre aquello que nos apena. Como si la pena nos diera un motivo para vivir. Si, el sufrimiento es un puto vicio al cual nos entregamos fácilmente. Mientras continúo adormecido entre campanas y solos de una distorsión que avanza suavemente sobre mis sienes. En mis venas estalla la pasión por la destrucción, pero en mi conciencia he modificado ese extinto placer, ¿Por qué? Me pregunto ¿No sería más deleitable saborear una manzana en el paraíso? Ahora entiendo esa absurda historia. Es la triste historia de una humanidad débil que se acepta como tal. A Cristo lo asesinaron los mismos que hoy utilizan su figura como estandarte. Nadie en Israel es católico y el Vaticano está en Roma, ahí, justo ahí. Lo de comprender lo dejo de lado ya. Pero si no consigo aclarar los motores de mi vehículo nada puedo hacer para comprender los móviles de los otros. Entonces, como el águila me levanto para mirar desde arriba, con la visión que me otorga el cielo, y decir, ¡No intenten volar como un águila si están rodeados de pavos! Allí entre los árboles que sumergen sus copas en el cielo, y se clavan hoja por hoja en las estrellas es donde busco el fruto y la flor de estas noches en donde acabo dormido, anestesiado, con ganas de saltar al abismo cruel de los frágiles. Me fallan de un lado y del otro, ¿Será que poco espero que no me molesta? Pero la soledad es más dura que las paredes, y romper con este molde es algo inminentemente repetitivo. Ahora quisiera volar entre las nubes de algún cielo distante, ¡Cómo extraño sorprenderme!, sin sorpresas la vida se vuelve más cruda. Y así sigo viviendo, intentando superar a la inteligencia con el cuerpo y las sensaciones, porque la mente es la peor enemiga, podemos sufrir del cuerpo, o del corazón, pero si sufrimos de la mente, la lucha puede ser impiadosamente limpia, devastadora y sangrienta. Porque no hay móvil para frenar a la locura, y una vez que esta llega, estamos a su merced. Por eso, sigo llamándola. Para que haga de mí lo que quiera.
G. F. Degraaff