He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Nadie ha visto nevar desde el cielo. (I Parte)

Las lejanas noches frías que compactaban los helados cuerpos de una inocente familia del Norte, fueron la crudeza hecha carne para los testigos de su cruel historia.
Ella era una pobre viuda, de tez blanca, de ojos llanos y nariz pequeña, largas y finas manos cortadas por los quimicos de su trabajo. Un pequeño puesto en una lavanderia del pueblo. Sus honorarios eran migajas que apenas podian solventar el gasto alimenticio de su pequeño hijo. Un muchachito de ocho años de edad, con rostro de buen genio, lleno de picardía y sueños de artista. Un jovencito gentil, tímido y de buen corazón. No asistía al colegio, pues, el presupuesto para su educación era insostenible. Este en cambio había aprendido a leer desde sus seis años y en consecuencia de ello era un amante de la literatura romántica. Poco entendía de números. No entendía la extraña razón de los símbolos algebráicos, no comprendía la función del dinero, pero si entendía que no lo tenían, y en consecuencia, su tan anhelado viaje a Paris aun era prematuramente lejano. Se pasaba el día leyendo, esperando a que su madre regresara para servirle la cena. Una pequeña taza de mate cocido con trozos de pan duro que su madre regateaba en la panadería. Su alegría era inmensa al escuchar la pequeña puerta de chapa que rugía para abrirse al paso de la llegada de su frustrada madre.
Su padre era Marinero, había muerto en uno de sus viajes por el océano ártico. Era un amante cazador de ballenas y osos polares. La mujer había enteradose de la tragedia unos veinte días después. Mientras ella esperaba angustiada la fecha de su regreso, mojando un viejo trapo que le servía como pañuelo, encendiendo velas a los santos protectores de la vida de su hombre. Por aquellos días su pequeño envuelto en fiebre, había contado a su madre la trágica alucinación de la muerte del padre. Alucinacion que veinte días despues se hizo piel. El marinero había dicho a su mujer:
-Aguardame, a mi llegada saldremos de esta inmunda pocilga y nuestro pequeño podrá ir a la escuela, podrá ser un gran científico, llevaras hermosos vestidos y nunca mas la sonrisa desaparecera de tu rostro.
Esto nunca pasó. La mujer vivía con su pequeño hijo en un cuarto de alquiler, en uno de los barrios mas pobres, con paredes tan finas como láminas de cartón y un techo de viejas chapas de plástico con pequeños agujeros que permitían al agua de las lluvias filtrarse hasta el piso de polvo. En las noches de invierno, debían llenar sus cuerpos con todos los abrigos que tenían, que no eran muchos. Muy pocas veces podían darse el lujo de obtener alguna garrafa casi vacía, con la cual calentar por unas horas el angosto espacio de su cuarto.
El pequeño en sus solitarias horas, buscaba entre los enormes cubos de basura, cualquier objeto de valor, cualquier cosa que permitiera crear o inventar algo con que divertirse. Había construido un cortadora de cespéd con el pequeño motor de una licuadora vieja. Tenía un gran talento para utilizar de manera creatriva cualquier elemento con el que muchos hubieran resignado su utilidad.
El miraba el rostro abatido de su madre y no podía sentirse indiferente ante la tristeza que los ojos de la pobre mujer emanaban. El cansancio de cargar con una vida llena de obstaculos, el duro trabajo como madre y como viuda. Viudez que apenas había podido superar, pues aquel marinero era sin dudas, toda su felicidad, su razón de vivir, era la mano de hierro que la tomaba firme cuando ella caía en las agitadas aguas del infierno.
Siempre preguntaba el niño a su madre. -Madre, por qué lloras?. Y ésta, secando sus lágrimas repetía, -No es nada hijo, no es nada.
-Madre, cuando crezca podré encontrar un empleo con el que te haré los obsequios mas lujosos de la ciudad, te llevaré de paseo al centro comercial y compraré para ti todos esos hermosos vestidos que la gente rica usa en sus reuniones.
-Hijo, solo quiero que seas un buen hombre. No importa si somos pobres por siempre. Prométeme que serás un buen hombre.
El niño no comprendía que significaba ser un buen hombre pero asentía. - Lo prometo madre!.

Nota: Este cuento se dividirá en cuatro partes. G. F. Degraaff