En el Umbral, la noche se movía lentamente, como siguiendo el canto de las luciérnagas, que danzaban bajo los rayos de la luna llena que resplandecía al norte sobre colinas embarradas de una oscuridad placentera. Él muy bien sabía que para llegar al otro lado del pueblo debía atravesar el inmenso campo que lo separaba, rodeado de nada, sumiso en la fiebre nocturna, como vacilante ante la presencia extraña del aire sin luz, el ambiente generaba cierta tensión, pues, muchas veces el caminar en esta inmensidad, sobre todo oscura, quedaba uno expuesto a cualquier tipo de peligro, desde animales salvajes que ansiaban un cuerpo con el cual saciar su apetito, hasta los inexplicables fenómenos legendarios que revelaban todo su misterio y que acaudalaban el miedo desde los pies a la cabeza. El propósito de la aventura era incierto, las posibilidades de llegar al otro pueblo también lo eran. En realidad necesitaba, creo yo, superar un miedo antiguo.
Esa noche la niebla, cubría como un manto de humo los alrededores de la casa, y él dispuesto a salir, tomo su escopeta entre ambas manos, aseguro su cuchillo sobre su faja y se sumergió en aquella inmensidad, abatiendo cualquier argumento válido como para evitarlo.
Al poner un pie fuera de la casa, observó, con no mucha claridad, la figura de un hombre que se acercaba desde algunos metros, viniendo desde el frente de la casa, hacia el lado de la constelación de Géminis, a esa altura del año se situaba al noroeste, contrariando con Libra. Al deshacer la nube de rocío que cubría sus ojos, mas bien, al estar lo suficientemente cerca, reconoció el rostro de su viejo vecino, quien vivía en otra estancia similar, a dos kilómetros de distancia. Su presencia detonó por escasos segundos un sentimiento confuso, entre temor y alegría, entre furia y tranquilidad. La aparición de esta persona podía ser causa, y muy bien lo sabía, de su trastorno esquizofrénico, esto generaba cierta desconfianza de su realidad, su mirada se tornaba incierta, su respiración y su ritmo cardíaco aceleraban acrecentadamente, generando un sudor frío que le bañaba todo el cuerpo. Al hallarse a pocos metros, se precipitó a su encuentro, tomándolo por las manos, acariciando su rostro, luego sin motivo aparente, le arrojaba un golpe con toda ira, como liberando su miedo de estar viendo una simple ilusión. Si acertaba el golpe estaba seguro de que no correspondía a otra visión, a otra alucinación.
El caballero era real, de esto se enteró cuando su vecino, enterado de su enfermedad le suplicaba tranquilidad a su explosión de miedo, con la boca bañada en sangre. Le hizo saber que estaba allí para acompañarlo en su travesía nocturna por la extensión de hierba que se perdía en la lejanía.
El estanciero, conociendo los peligros que le esperaban aceptó a su compañero, pidiéndole disculpas por su acción exagerada y altiva, e invitándolo a servirse de una pequeña pistola de seis balas, calibre treinta y dos, y unos cuantos cartuchos extras por seguridad.
La extensión del campo parecía mezclarse con el cielo estrellado, los altos pastizales daban una apariencia un poco mas siniestra al considerable tamaño de la estancia. Tomaron cada uno una bolsa de grandes dimensiones, y se adentraron entre los pastizales y la paja brava, que, con su filo imperceptible proponía mas peligrosidad. Entraron en lo profundo del campo, el cielo dificultoso se podía ver tras los empinados pastos, el silencio gobernaba la noche. Cada paso invitaba al crujir del suelo y sin vacilar ambos hombres apretaban el paso.
La sensación de un tercer acompañante comenzó a perturbar la mente del estanciero, quien con la mano fuertemente apretada a la de su compañero evitaba mirar atrás; la caminata era ya extenuante. Unos metros mas adelante ambos decidieron tomarse un tiempo para beber agua y limpiarse las botas que estaban cubiertas de un lodo espeso. En su descanso, el estanciero comentó su sensación de peligro, la extraña y súbita sensación de sentirse perseguido por una extraña figura, que como conteniendo el aliento corría por detrás de ellos; aquella extraña sensación había llegado incluso a la exposición sensorial del acompañante del estanciero, y en su mente había comenzado una persecución de vida o muerte, ambos sentían lo mismo. Rápidamente, el estanciero tomó la mano de su compañero y volvió a correr con todas sus fuerzas, sin aliento, corrían zigzagueando, sin rumbo, apresuradamente, sin mirar atrás; ambos volvieron a sentir la abominable sensación de soledad en medio del campo, expuestos a cualquier peligro, indefensos ante su supuesto perseguidor, quien de manera furtiva corría atrás de ellos, acechándolos a cada paso. Ninguno se figuraba detenerse, solo corrían desesperadamente.
En un momento, en que la noche se hacía mas extensa y los minutos parecían frenarse al silencio infinito del rocío, un descanso en medio del campo, donde los pastos mas bien estaban cortados como a medio centímetro del suelo. Adelante, unos tres metros, los pastizales volvían a medir entre tres y cuatro metros de altura. Pararon. Se hallaron mirándose el uno al otro, contagiados de adrenalina, ninguno era capaz de articular palabra alguna, miraron el cielo, y corrieron en dirección contraria. Al percatarse de su soledad, el estanciero se detuvo, se encontró solo con aquella extraña sensación que le atormentaba, daba vueltas en círculo. Volvió a sentir desesperación y ante una nueva sensación de persecución, tomó su arma entre las manos, y acertó disparos al aire.
G. F. Degraaff