He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

Regreso a casa

Trataré de no tergiversar una de las historias que cuando de niño una anciana me contó no sin ese cierto misterio que deben tener las historias bien narradas para atrapar la atención de los niños, por otra parte el uso de la metáfora de aquella historia me llenó de consecuencias en la vida, historia que luego cuando adulto encontré en uno de los libros de Carlos Castaneda (viaje a Ixtlán) y que representó para mi uno de los mayores hallazgos que en mi mocedad había logrado, sin embargo, debo aclarar que la historia está relatada desde la versión que aquella anciana supo darme cuando apenas era yo un niño de ocho años; esta historia es y será en mi camino la imagen primera a considerar cuando se trata de llevar a cabo decisiones y tomar la vida por las riendas.
Recuerdo ese mediodía que como presagio presentaba la transfiguración del terreno, a escasos metros de la rivera donde solían posarse mirlos para refrescarse y poder atrapar su alimento. Me sedujo la idea de aquella anciana que por aquél entonces yo tomaba como mi abuela, de narrarme una historia bajo la sombra de un nogal. Me acomodé de cuclillas, pensando que el relato no sería extenso, y con voz un tanto apagada la anciana comenzó su relato, con una pequeña huella de melancolía.
En mi juventud -dijo- había salido de compras a una antigua feria que aparecía con el amanecer del lunes, debía recorrer una extensión de campo de unos diez kilómetros para llegar donde las carpas ofrecían y cientos de personas hacían las compras que durarían para los siguientes dos meses antes de que la cosecha pudiera abastecer a las familias de la zona con alimentos.
Llegar no fue difícil, no hubo ningún tipo de inconvenientes para la compra, llevaba yo dos costales inmensos, que cargados, eran muy duros de llevar sobre todo los diez kilómetros que debía recorrer, así esperaba que mi suerte me proporcionara algún vehículo, cuando menos algún vecino que se ofreciera llevarme de regreso. Lo cierto es que el atardecer se acercaba y mi suerte no presentaba señales de ayudarme en mi regreso, así levanté los pesados costales sobre mis hombros y eché a andar. En mi viaje, comencé a ver que muchos se ofrecían ayudarme así que no dudé y los dejé cargar mis costales, lo cierto era que ellos tenían que ir en la dirección contraria a la mía, así que solo pudieron acompañarme unos metros. Al entrar la noche, había perdido mi ubicación, así que comencé a guiarme por los campos que conocía para llegar a mi casa. En mi camino me topé con algunos vecinos, gentes que no veía frecuentemente pero que conocía de vista, le pregunté a uno de ellos en que dirección debía caminar para llegar a mi casa, y aquella familia me señalo la dirección contraria hacia donde caminaba, -Ven con nosotros, me decían, tenemos alimentos para darte- pero su mirada era extraña por lo que los dejaba atrás y seguía caminando sin rumbo, o con rumbo sin saber bien donde iba. Al rato, dos caminantes con un caballo se detuvieron a mi lado, a estos también los conocía pero noté en su mirada la misma extrañeza de los anteriores, estos a su vez se detuvieron y dijeron -cargaremos tus costales con el caballo hasta a tu casa, ven con nosotros- lo cierto es que los miré mas no me detuve, seguí mi camino en dirección a donde creía que encontraría mi casa. Pasé por un campo que me resultaba conocido entonces supe que iba bien en mi dirección. Así apreté el paso bajo la noche que caía lentamente entre silencios y grillos. Fue entonces que tuve la certeza de que no había visto personas, eran fantasmas, ya sus miradas los evidenciaban. Eran fantasmas como todos los que luego crucé en mi camino a lo largo de toda mi vida.
Ante la historia, la anciana dejó uno de esos silenciosos que determinan el final de una historia o que crean el suspenso necesario para que yo preguntara -¿Y qué pasó cuando llegaste a casa? La anciana comenzó a reír, -niño, nunca he llegado a mi casa- Yo no podía comprender lo que intentaba decirme, y añadí -¿Cómo que nunca llegaste a tu casa? –No-, respondió -nunca llegué a mi casa y desde ese día todas las personas fueron para mí fantasmas, nadie es real. -¿Y cuándo llegarás a tu casa? A lo que respondió, nunca llegaré a mi casa, allí en mi casa tenía a todas las personas que amaba, luego de ese día supe que nunca llegaría, que caminaría siempre en dirección a mi casa, pero jamás llegaría ni a mi casa ni a las personas que amaba. En seguida noté la nostalgia y la tristeza en la cara de la anciana, había dejado una impresión en mi alma, en mi corazón, me había mostrado que uno siempre camina por la vida sin compañías muy a pesar de amar a todas, a partir de ese día supo, que el mundo entero era su casa y que hasta la muerte caminaría la extensión de ese camino en una trágica soledad, ella estaría siempre en el camino de regreso, de regreso a su casa.
Luego me preguntó, casi por lo bajo, yo consternado en pensamientos, -Tú, ¿Estás dispuesto a caminar solo siempre de regreso a tu casa? Con lo cual el miedo me hizo huir de la sombra de aquel viejo nogal, en dirección a mi padre que estaba a unos cien metros en una vieja casona donde trabajaba. Allí me di cuenta que aún no estaba listo para aceptar lo que luego de quince años he logrado, caminar siempre en soledad de regreso a mi casa.

G. F. Degraaff

Encuentro con la Luna

Los estigmas eran imborrables, aparecían aquella noche en que la oscuridad se amortiguaba sobre la penumbra y cedía el paso al manto de estrellas sobre la cordillera. Así, la sangre corría por el pecho mientras la luna aullaba en el horizonte lejano, cruel, que ostentaba su autoridad entre peñascos roídos. Algunas leyendas imponían su magia, y crecían a medida que el tiempo volvía antiguos a los hombres. Había visto antes el fulgor de un corazón que se deshacía en la sed de un dolor inquietante, testigo de las marcas que elevaban el cauce de la sangre hasta los confines del sufrimiento. Cuando estalló la pólvora, ni los vestigios del alma corrían por el hálito fresco de la boca enmudecida entre lamentos. El sudario evidenciaba el ardor de un fuego que consumía la abulia de aquel cuerpo.
Era el cruel testigo de un semblante que se debatía en los endemoniados riscos.
El andar era entonces abrasivo, guiado ciegamente por una intuición que disolvía la esperanza, se dio al camino del desierto furtivo. En la soledad de la noche, los sonidos se convertían en la única prueba del tiempo, aquel que acompañaba la caminata de un extraño sufriente, uno más de la historia sensible del dolor de la humanidad. Todas las noches se miraban en un espejo y se multiplicaban como minúsculos granos de sal, quemaban la frescura del anhelo involuntario. El deseo fatal nunca abandonaba aquellas caminatas de lo sombrío, y la tierra, dura como un acero cristalino rompía las huellas sin tregua de los tantos otros caminos que se habían marcado lueñes en la historia. Batallas y armas gemían aún víctimas del sacrificio que algunos hombres conocían como orgullo. Al paso de la sombra, la luz de la luna detenía por momentos el diálogo inquieto de la mente suicida.
-¡Acompaña la noche caminante, entre esta luz que hoy te ofrezco, y olvida la penumbra de los tristes!
-¡Si supieras, Luna, cuánto he mirado el horizonte buscando la señal de mi destino, comprenderías siempre, que mi magia está en ser dueño de la sombra que me acompaña!
-Aún no has visto la esmeralda de tus días, viajero, adueña tu mano el tiempo y trasmuta el sordo y callado dolor en tu escudo más fuerte.
-Enséñame una gota de rocío y creeré firmemente que no soy una hoja perdida en el viento. ¡Rompe mi corazón en mil pedazos, pero dame la mano de hierro que necesito para forjar mi destino!
-Que difícil se vuelve, ¿Verdad viajero? Roer la especie sin sucumbir a las necesidades de un corazón vacío. Alguna noche habrás pisado tu propia tumba, y sabrás que entonces ese vacío era tu única fuerza.
-¡Mas te vuelves dueña de la noche cuando tus ojos encuentran una nueva sombra!
-La sombra es todo aquí, solo seduzco las migajas que los hombres han dejado en el camino, y esta noche te he visto, pero sé que traes la carga de un camino duro que debes dejar atrás.
-¿Cómo abandonar un camino, si este era lo único que te mantenía con vida entre los hombres? ¿Cómo llenar un cuenco roto, que lleno de polvo, engaña la sutileza de los ojos necios? Habrías de ser el mismo aire para llenar sin llenar y tocar sin tocar.
-¡Oh! Viajero, llena la luz los templos más sombríos, clama el fulgor del polvo y de la esencia. Mira el horizonte, ¿Ves algún sendero marcado? ¿Ves, acaso, un solo camino? Tu terquedad ha obrado vilmente en ti, has creído en un sendero fantasmagórico que conduce al final de tu vida.
-Mi meta es el mismo camino, así he llegado siempre que de un paso hacia él.
-¿Pero cuándo sonríes? Estas atrapado en una caverna, pues la periferia de tus ojos solo ven muros a tu alrededor, has creado tu propia cárcel.
-He creado mi propio camino.
-Solo caminas en aquella vieja circunferencia de roca. Estas en tu centro y buscas seguir caminando. Has llegado a tu meta y ahora caminas sin otra nueva.
-Entonces dime, cómo crear un nuevo sendero, luz de la luna, flor de un vejo pantano de desolación y temor, de muerte y desesperanza.
-Debes dejar la carga del camino anterior y aligerarte, tu propia naturaleza obrará en tu beneficio. ¡Oh! Viajero perdido, caminas sin rumbo a las mesetas fértiles, has estado gastando tus pies en un polvo que se extendía ante ti encerrándote.
Fue repentino el cambio en la oscuridad de la noche. Surgían los sonidos sordos y los silencios tenues de un pacífico despertar. La noche entonces se cerraba a una luna que desaparecía tras lejanas montañas y las estrellas volvían a conquistar el domo azulado. Las nubes acechaban furtivamente, acercándose lenta pero decididamente a encontrarse con aquel cuerpo débil, roto por la embestida de un final inalterable. Había llegado el portal ante aquellos gastados pies que dolían ante la falta de agua. Y un segundo antes que un nuevo día gobierne las inconquistables praderas de aquel desierto, una gota de rocío mojó la boca del caminante que por primera vez tomaba la mano de su propio destino.

G. F. Degraaff

La piedra

Se me terminaba el tiempo, así como creemos que algo tiene fin, corría sin amparo las vertientes de mi propio terreno. Empujaba mi viento el pecho, que mansamente se deshacía en mi carrera, sabía que debía irme pero no sabía adonde ir. Los torbellinos que desplomaban los horizontes crecían en los propios límites verticales de mis ojos. Así, intuí que crearía la desazón de mi propio destino. El sol era testigo de mi rostro húmedo, bañado en parte por la corrida y el calor fulminante de aquél camino de polvo que transitaba. Solemos contar esas cosas que nos tienen como protagonistas, pensaba, fue cuando encontré un acertijo que contenía el explosivo desenlace de la humildad. Aquella piedra angular que se posaba sobre el acantilado atrajo mi atención, y es seguro, que atraería cualquier atención que fijara su realidad en ella. Me sentí por unos segundos atrapado, inmovilizado, cesaba por primera vez en días una carrera que comenzaba a tener un fin prematuro, era inquietante como mi mirada era esclava de aquella piedra. Traté de no intentar escapar por la fuerza, era claro que mi única posibilidad era mental, o incluso sensible. No logré amortiguar mi desesperación que como bólido llegaba para perturbar mi cuerpo fuera de control, haciéndome vulnerable a ser arrancado como tronco de raíz de mi propia cordura.
Estuve varios días atado, mi mirada no lograba romper la atención en aquella piedra que no hacía más que atraerme. Comencé a perder fuerzas, sin agua ni comida pronto mi muerte se posaría sobre mi hombro izquierdo. Escuché algunas aves esperando mi desenlace sobre el piso rojo. Campanas y algunas visiones no detuvieron el poder de la tierra que apretaban como sal la herida de mi alma, aquella de la que buscaba escaparme. Herido de muerte en mi interior, ahora comprendía que no podía escapar ni despistar mi destino quien se preparaba para darme el golpe de gracia. Recité algunos versos improvisados, algunas canciones que habían tenido fuerza en mí. Me callé sólo cuando la luz cedía el paso a la oscuridad una noche más y los lobos alejados se escuchaban con la luna que se ponía hacia el horizonte que daba reflejo en la periferia de mi mirada. Recordé algunos tonos de una suave flauta que anunciaban el final del día, otro día más atado a mi mirada y a mi cuerpo tieso que no escapaban de esa realidad que volvía a reclamar mi vida. El viento acariciaba mis ojos lentamente, y se metía en mi boca para darme aire y frescura. El gusto a sal era de mi propio cuerpo. Me deshacía en fuerzas, sabía que si dormía caería prontamente en la oscura y placentera compañía de siempre. Mi reflexión se centró en intentar comprender como la tierra podía ser infernalmente tan rígida y tan decidida. Una piedra bastaba para atraparme, un roca iba a ser la impiadosa muerte de mi cuerpo. Así es como comienza la aventura de mi espíritu en hallar la manera de hendir, al menos un segundo al universo.
Dicen que es de idiotas intentar no seguir el curso de nuestra propia naturaleza, pero no hemos de saber el por qué de ella. Conocemos eso que traemos de quien sabe donde implícito en nuestro corazón y nuestro yo interno, o seremos todos profundamente iguales cuando se trata de nuestra verdadera naturaleza. Mas, lo que encontré en aquella sombra que se convertía en piedra, fueron los propios miedos de finalmente uno debe superar para llegar a una profundidad inquietante. Al final creemos que ser nosotros mismos es fácil, pero desconocemos o no queremos ver que para llegar a nosotros mismos el camino oscuro puede intentar que peguemos la vuelta antes de cumplir con nuestra meta.
Me convertí por días en águila, y miraba con una visión increíble aquel cuerpo que encadenaba su mirada a aquella roca. Volé intentando buscar ayuda, pero el desierto era extenso, quizá me llevaría días encontrar alguien que se precipitara hasta donde mi cuerpo humano se hallaba. Atravesé nubes blancas y grises, a merced de un sol abrasador y corrientes de aire frías que daban respiro a mi vuelo. Observé algunos cuervos solitarios en las laderas de altos riscos. Erizados, llenos de una soledad placentera. ¡Flores de un ocaso turquesa, denme el aroma de su calidez envuelta en la sincera razón de su propia existencia, y con eso una muerte dulce para volverme alimento de su hermosura!
Como águila me precipité a la tierra para morir sin motivo, pero antes de hallar en el piso la canción final, me encontré arrastrándome y zigzagueando sobre mi pecho. ¡Era yo una serpiente! Así sentí que no eran más que códigos humanos aquella mirada sombría de este animal frío, acechante y peligroso. Seguí mi instinto, camino en busca de quien pudiera alejar aquella mirada de aquel cuerpo que se hundía en los poros de una tierra caliente. Al fin me di cuenta que poco prestigio tenía mi condición, ¿Quién ayudaría a una serpiente? Al acercarme a cualquier animal todos huían, los hombres por miedo no huirían, pues a los hombres el miedo los vuelve más peligrosos pensaba, matarían siempre para mostrar su ventaja humana, para defenderse de sus propios temores y para demostrar su libertad, como siempre han hecho. Fue cuando deseé con toda mi piel, una que de poco dejaba atrás ser un animal al que un hombre respetara. Aquí me di cuenta que no tenía oportunidad, los hombres no respetan a los animales, así me transformé en un perro. Mi condición oprimía mi pecho, sentía una increíble necesidad de amor, como perro sería capaz de resistir cualquier azote del destino para sentir una mano que acariciara mi pelaje, para sentir un amor que aunque mentiroso y por compasión, me hiciera creer que no estaba solo. Así, bajo esta condición no debía ceder, debía seguir mis sentimientos, no debía buscar un hombre que ayudara a mi cuerpo a quitar mi mirada de aquella piedra que absorbía lentamente mi energía desde hacía días, mi corazón canino indicaría el camino adecuado.
Al llegar a un pequeño pueblo, encontré cientos de personas que atrajeron mi atención, todas aquellas personas, tenía la sensación, estaban tan perdidas en sus pensamientos, como lo estaba la mirada de mi cuerpo lejano. Me parecía tristemente opresora aquella imagen que encontré en los humanos. Todos muertos en vida, comprando en aquella feria, cargando bolsos de comida y objetos que bajo mi condición perruna no encontraba utilidad. Al fin reflexioné si era necesario volver a convertirme en aquél hombre, si era preciso que volviera a ser el mismo de antes, perdido en las mundanas necesidades de los hombres ambiciosos, perteneciendo irremediablemente a la cultura social humana.
Luego de pensar echado bajo la sombra de un joven árbol, decidí dejar mi empresa atrás, ya no quería volver a ser un hombre, me quedaría soportando la falta de amor y compañía que sienten los perros, sufriendo el escarnio de los hombres pero buscándolos al fin cuando estos me llamaban con señas, esperando una caricia.
Al anochecer cerré mis ojos en la penumbra y el silencio de un pueblo que cerraba las cortinas a las estrellas se resguardaba de la luz de la luna.
Desperté sentado frente a aquella piedra, con total liberación de mis movimientos. Así llegaba por primera vez a comprender algo de mi mismo. Aquella piedra, era el espejo de mi propio destino. Era la fiel imagen de algo que escapaba a mi entendimiento. Por fin me levanté y sentí mis músculos rígidos por la inmovilidad de tantos días. Caminé ya sin correr, había visto bajo la forma de animales cuan alejado estaba de mi verdadera naturaleza. Había encontrado en aquellas formas un mundo completamente nuevo y extraño. Visión, intuición, corazón, ahora sé que mi destino no está en ser un hombre y actuar como animal, es la de ser un animal y actuar como un hombre.
G. F. Degraaff

Recuerdos de una noche pasajera

La noche caminaba fría sobre el oscuro piso, reflejadas las estrellas el ambiente fulguraba destellos. El humo del cigarro consumía la voz en silencio. Lleno de miradas sin ojos, aunque no se acercaban cuerpos en la lejanía. Máquinas voladoras susurraban velozmente. Me detuve solo cuando debía saludar. Conseguí lo que no necesitaba y marché nuevamente, con rumbo a la tabaquería de una ciudad carente de bullicio. Más oscuro que la sombra me escabullí por pasillos largos, de paredes blancas sobre el piso húmedo. Mi cigarro en la mano me iba marcando el paso, y las piernas sin descanso sostenían el pesado cuerpo que sostenía mi cabeza. Las luces, el ambiente de un miércoles cerrado, lacónico y agitado, que como greda parecía disolverse en la lluvia nocturna de una luna pasajera, dejaban ver el interior de la casa de Salvador, quien esperaba por mí para comenzar la noche. Creo que él ya había arrancado. Bebimos y hablamos sobre las manchas azules de un viejo tomo del siglo XVII del alemán Shcubërtt, un famoso Alemán filósofo, dueño de una de las traducciones germánicas mas exquisitas, un volumen de los "antiguos opúsculos de la Biblia de Ulfilas", que había sido heredado de su abuelo. Mientras el tiempo se enredaba como los hilos de una marioneta entre nuestras mentes, decidíamos la partida. Al llegar a la playa del estacionamiento, un fantasma salió a nuestro encuentro invitándonos a servirnos de un canuto. Accedimos y salimos a toda velocidad al encuentro con las nubes. Debimos atravesar un largo horizonte para caer deprisa aplastando el cemento. Al llegar a un centro de luminarias tenues, mi razón comenzaba a vibrar en los bordes lejanos de lo desconocido. Ya nadie estaba conmigo. Nada parecía tragarse la miel de la que estaban hechos todos ahí afuera. Adentro la crema bebía champán. Entré, asombrado por una escalera que se perdía en la nada. La música de jazz me recordaba los viejos discos de la "Green Hill Instrumental Charleston", unos músicos de New Orleans injustamente perdidos en la historia. Los danzantes gemían de transpiración. No podían parar. Era una impresión desde luego. De a poco me senté en una pequeña mesa que simulaba ser inofensiva. Sentí el sitio de poder. La transpiración movía mis piernas -¡Estaba en lo cierto! La lejana sonrisa que tuve desde siempre acudió a mí desde el aire. Nadie la quitaría ya de su lugar. Estuvo conmigo hasta que las luces se apagaban por el sol. Caminé solitario perdido en el rumbo. Los cordones de mis botas habían sido decapitados. Era un gran alivio, al fin. Reconocí mi viejo frente. El de mi hogar. Pasé inadvertido entre la multitud que salía a mi encuentro. Encendí la luz, de un farol casi vacío. Observé con detalle y todo parecía en orden. Apagué el farol y guardé aquella sonrisa bajo la almohada, para recuperarla al despertar, para recordarla en mis sueños, para evitar que se apague. Al despertar ya no estaba. Se había ido conmigo a mis sueños. Y allí quedó. Ahora busco en mis sueños, aquella sonrisa que alguna vez encontré en aquel lejano recuerdo de una noche pasajera.