He vuelto

He buscado, contraído, la versatilidad de mi derrota, y he sentido el placer de desaprender. Ahora vuelvo, con el calor de un claro mensaje.

El ladrido

Cuentan los antiguos astrólogos que los sucesos que una persona o inclusive el mundo viven, puede ser conocido con antelación mediante el perfecto uso de las herramientas astrológicas y los movimientos planetarios, sumado al ejercicio pleno de la intuición. Ahora bien, si estas valiosas herramientas hubieran sido conocidas y ejercitadas por Julián Quiroga, podríamos afirmar que los horribles acontecimientos que tuvieron lugar en la última noche podrían haberse evitado con tan solo darle una vuelta a la cerradura de su casa.
Se apagaban las luces y se abría la penumbra de una luna llena. En las calles el ruido se había vuelto exilio. Las sábanas blancas de su cama de madera pronto se tornarían la escarlata de su dolor. Había salido para perderse en la inmensidad del campo magno que le facilitaba los ingresos con los cuales vivía. Había vuelto, entrada la tarde al cielo, para buscar el cascabel que contenía la llave de su casa. Durante largas horas recorrió la extensión de los pastizales que apenas alumbrados por su antorcha brillaban a causa del rocío nocturno. Fugazmente el cielo adquirió un brillo inesperado, similar a una aurora; la danza de colores en el firmamento acudió en su ayuda. Iluminó el cascabel que contenía su preciada llave, esgrimiendo el espectro de su metal, le cedió la suerte de encontrarla. Ya muy tarde había perdido la esperanza de encontrarla y poder abrir la puerta de su casa. Exhausto gimió de alegría. Recorrió la prolongación del camino a su hogar. Vertientes de calles conducían a kilómetros de campos sin habitar. Conocía muy bien el camino que evitaría el error. Anduvo bajo la hermosa iluminación de las estrellas del cielo, bajo el baño de luna que teñía sus ojos en matices claros. Salió a su paso un canino negro que comenzó a acompañarlo. El animal lo seguía a un costado, como asustado, gimiendo y mascullando ladridos a su alrededor. Julián no conocía ningún perro por esas zonas que siempre recorría, por lo que la aparición del animal despertó una señal de alerta en su cuerpo. La rigidez impulsada por el nerviosismo cargaba en sus hombros un abominable peso. Tres kilómetros angustiantes de recorrido. Tres kilómetros de temores debilitaban las piernas del afligido campesino. Al llegar a su casa, ahuyentó al animal con una vara de madera y algunas pequeñas piedras. Pues el animal había corroído su tranquilidad y no quería seguir escuchando el ruido del llanto del canino. Una vez marchado el perro, introdujo la llave en la cerradura y giró dos veces. La puerta con peculiar chirrido cedió y dio paso a la claridad de la luna que llevaba en su espalda. Al filtrar la luz, dejó ver el orden del interior de la casa. Todo estaba en perfecto lugar. Al entrar, dejó de lado los zapatos, y con unos pasos cubrió el recorrido hasta el baño. Tomó una ducha de agua tibia y volvió para cerrar la puerta con llave y poder descansar en su alcoba. Al encontrarse frente a la puerta se encontró con una duda; decidió no girar la llave de la puerta. Había decidido súbitamente no poner llave a la puerta nunca mas, de esta manera no debía preocuparse si volvía a perder el cascabel que contenía su llave. Tomó un vaso con agua y se dirigió al mundo onírico.
En el transcurso de la noche, en una cantina alejada del pueblo, una disputa entre dos hombres había dejado el saldo de un muerto y un convicto. El asesino de aquel hombre montó a caballo escapando del lugar del hecho y perdiéndose en la espesura de aquellos caminos que conducían a kilómetros de campos deshabitados. El homicida tomó un camino. Luego de algunos Kilómetros de recorrer a caballo se halló frente a una vieja casa. Asustado por la policía que seguía su rastro se internó en el interior de aquella casa, al parecer deshabitada, sin trabas ni llaves que impidieran el acceso. Las luces de las linternas policíacas se acercaban por el camino. Debía esconderse. Entró en una habitación oscura. En la cama había un hombre durmiendo. Temeroso a que aquel hombre despertara y lo delatara, se acercó hasta él y comenzó a acuchillarlo a sangre fría. En el momento antes de morir, Julián, pudo mirar por el ventanal de su habitación: Allí estaba el perro negro, ladrando y mascullando la muerte que había visto. Uno de los policías escuchó los ladridos del perro y estacionó frente a la casa. Se acercó hasta el umbral y giró el picaporte… y la puerta abrió.
Al abrirla varios policías que estaban con él regresaron para ayudarlo a revisar el interior la casa.
Encontraron al asesino del hombre de la cantina encima de Julián, con el cuchillo en la mano y bañado en sangre. Julián nunca mas cerrará una puerta con llave, y el asesino jamás abrirá una puerta sin ella.

G. F. Degraaff